Tres juegos, tres épocas, tres metafísicas

Un juego es una forma bella de re-crear la realidad. No importa si es juego de infancia o de adulto. La esencia siempre es creativa frente a lo dado. Pero además, cada época y lugar expresa esta recreación según su forma autónoma de entender la naturaleza de lo que existe.

Veamos tres juegos que expresan tres épocas y tres metafísicas de la realidad:

El ajedrez, juego Medieval. No es únicamente un juego bélico, sobre todo se trata de una estrategia de “armonización”. A la naturaleza o la realidad se le debe armonizar, agasajar, a través de su buen y adecuado trato. Es un juego que pertenece a un cosmos ordenado y jerárquico, donde todo está donde debe estar, y donde cada elemento cumple su papel en ese todo. Un combate caballeresco y gentil.

Los juegos de azar del Barroco-Ilustración. Loa números han tomado entidad, pero no solo como relaciones armónicas, sino como relaciones calculables. Los juegos de azar son la consecuencia de un cosmos ordenado pero determinista, digamos matemático. Un mundo calculable recién inaugurado. El azar es, por tanto, consecuencia del determinismo. Jugar al azar es hacerlo con esa parte del “ser” a la que Dios no nos deja acceder con nuestra razón.

Los videojuegos. Son propios de una época, la nuestra, que reconstruye la realidad a base de datos y la hace “desaparecer” en su propia continuidad existencial. Surgiendo, de este modo, la necesidad de reconstruir una versión virtual de una realidad que ha desaparecido. Desaparecido a base de ser mirada con “aumento óptico”, desenfocada por fragmentación.

La nuestra es una época en la que la realidad ha desaparecido a base de tanto acercarnos a ella. Recogemos datos con insistencia para poder recrearla como si de una maqueta se tratase. Como escribía Borges en su cuento “Del Rigor en la Ciencia”: “(…) levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él.”

Toda la física actual es una tendencia a desmaterializar (o bien desrealizar) la realidad. Nuestra visión técnica deshace la realidad y por ello necesitamos precisamente de un trabajo técnico para su reconstrucción, incluso para su resurrección.

El arte en la modernidad

Cuando la modernidad le puso “límites” al uso de la razón y con ello al uso y valor de la imaginación misma (imago-imagen), el arte dejó de ser una forma de conocimiento. Una forma fuerte de decir verdad.

Todo lo que quedó fuera de esa esclusa que delimitaba el buen uso del mal uso de la razón, se llamó arte, metafísica (en un sentido peyorativo) poesía, etc… Un auténtico cajón desastre en el que arremolinar ideas inoportunas.

Fue también el tiempo de la locura, con la que el arte comenzó a relacionarse de forma casi inédita. El arte ya no ordena el mundo, sino antes bien, lo sume en el caos. Es primo y pariente de otro próximo “descubrimiento” de la modernidad, lo subconsciente, lo irracional…

Hay por tanto un nuevo espacio de discurso, de acción y de verdad. Un océano al que se entrega con placer el Romanticismo, pagando un alto precio por su inmersión en lo sublime: la desconexión de lo que se había vuelto “real”. La otra cara de la moneda ontológica de la realidad moderna. Positivismo o irracionalidad.

Ocupando el arte, así, este nuevo espacio en la episteme moderna, un lugar “desplazado” del que tuvo: una posición que ya no representa verdad.

Liberación de la naturaleza

Es propio de la Modernidad el instinto de liberación de la naturaleza. Un instinto lícito, que se puede ver con claridad en Nietzsche, para el cual Dios formaría parte de esta rémora del pasado. En cierto modo Dios sería el “representante racionalizado” de esa misma naturaleza. Naturalismo dieciochesco, Positivismo decimonónico…

Ese instinto moderno sería otro paso más en este “proceso de individuación” que nos ha hecho los sujetos que somos actualmente. ¿Pero realmente es posible tal separación? ¿Tiene algún sentido esa ruptura con una exterioridad que fuese lo natural?

He hablado de esa individuación en “la mirada del otro”, de la posibilidad de que fuera ese mundo natural el que nos miró en primer lugar. Siempre teniendo en cuenta que cuando lo nombramos desde nuestro presente, ya nos estamos refiriendo a algo que ya está objetualizado de cierta forma histórica.

Decía Nietzsche que los hombres se hastiaron de la “mirada inquisidora de Dios”. Siguiendo esta idea se podría reconstruir una precaria historia de cómo miramos el mundo y cómo él nos devuelve, a cambio, nuestra propia identidad:

1. El cielo, la tierra, el océano nos miran: los dioses (antiguos) nos miran. Dicho de otro modo, las fuerzas naturalizadas nos miran: la naturaleza nos crea.

2. Dios (el dios padre y creador: Júpiter, Yahvé, la tercera generación de dioses) nos mira: Dios nos crea.

3. Nos mira y miramos a un mundo que ha quedado árido de significados: ¿Queremos? ¿Necesitamos re-crear el mundo?

Desobedecer a la razón

La razón griega y su mitología incluyen escasos ejercicios de desobediencia explícita. Su universo se movía en un telos que todo lo podía y lo tejía. Los personajes épicos no osan ni pensar en ella.

En las cosmologías y guerras de generaciones de dioses aparecen numerosas diputas, como las de Prometeo, que es un Titán, no un humano, y paga un alto precio por su incumplimiento.

La razón es hija de esta totalidad telúrica, es como una asfixia donde no hay lugar a la pregunta del desobedecer, la razón dicta lo que hay, no hay nada fuera de ella.

Procede de una necesidad, incluso de una voluntad de la propia razón de imponerse a sí misma como un límite. Límite que no se puede rebasar.

Por otra parte siempre existe una confusión entre la deidad como “fuerza” natural y la razón como ley universal que rige las fuerzas. En ambas intuiciones existe una voluntad de absolutizar, se me dirá quizás que es la realidad la que se muestra así de absoluta e inflexible.

Entre voluntad divina y ley natural existe una indistinción que se pierde en el albor del tiempo y que solo hasta cierto punto es equivalente. Pareciera que la ética dependa de una voluntad divina en términos de posibilidad de acción u oposición, mientras que una fuerza natural no deja lugar a “un buen actuar”: se le acata o se le maldice.

En este sentido, es como si el Cristianismo hubiese introducido la idea de obediencia con mayor plenitud, tomada como algo sustancial a la existencia cósmica. Generando, por otro lado, la idea diabólica de la desobediencia. Procedente, seguramente, de las diferentes sagas babilónicas, tradiciones hebreas y de Medio Oriente.

Se puede desobedecer a Dios, a cambio eso sí, de la condenación y el castigo, pero igualmente y por analogía se puede desobedecer al padre o al rey. Más sin embargo, ¿se puede desobedecer a la razón?

El neolítico descubrió el tiempo

Los seres humanos somos los grandes imitadores del reino animal. Imitar es nuestra gran singularidad, llevada hasta extremos impensables. Esa y no otra puede ser nuestra gran diferencia con el resto de animales, poco se ha incidido en ello.

Probablemente sea aquello que más nos distingue. Ni una supuesta inteligencia, ni una exclusiva creatividad: la imitación por no saber lo que se es.

El ser humano no sabe lo que es y se define a partir de lo otro. Hemos llegado a ser humanos imitando primero a los animales y luego a los astros.

Del mundo animal y vegetal lo hemos tomado todo, la propia cultura humana sería inconcebible sin esa fusión. Antes de ser “hombres” fuimos uros, caballos, monos, leones…

En las narraciones orales que a pesar de todo perduran, los seres humanos son al menos en su mitad animales. De ellos se aprendieron, es decir, se tomaron valores y nociones; el valor y el baile, son el león y los pájaros.

Caperucita roja es devorada por un animal sagrado tras penetrar en la frondosidad natural. Estos cuentos pueden ser como voces de una sociedad paleolítica.

Antes que la filosofía o la ciencia aparecieran como relato, el cuento era la forma de conocimiento fundamental. El relato iniciaba el tiempo y le daba un final esencial. Posee ya en sí los modos fundamentales de la razón.

Sin embargo la temporalidad que pone en marcha es de naturaleza distinta a la que hoy poseemos. Nuestra temporalidad fue obra del Neolítico. El neolítico descubrió el tiempo.

Los primeros relojes solares son neolíticos. Se comienza a contar el tiempo. El tiempo como sucesión de regularidades. Aparece el mundo de la objetividad, de la extensión. Comienza también el mundo de la individualidad, de la mirada del otro.

El capitalismo no es inmaterial

Los que piensan que existe el capital inmaterial, creo que se equivocan, todo capital es esencialmente material. Lo que se llama inmaterial en él no lo es en absoluto. Y lo es así en dos modos o formas distintas.

De un lado, el capitalismo requiere siempre de ingentes gastos energéticos de cuerpos, cerebros y sistemas nerviosos de seres humanos exprimidos hasta el límite. También requiere de enormes gastos industriales y energéticos. Sólo el mantener los servidores informáticos requiere un torrente eléctrico a escala mundial.

De hecho, capitalizar y materializar andan unidos y fuertemente relacionados. Y esto abre la segunda razón por la que el capitalismo no es inmaterial. Filosóficamente la más importante.

Saludar a alguien por la calle es un acto en parte simbólico e inmaterial, y en parte es un acto que posee la materialidad que le confieren los cuerpos que en él participan. Sin embargo, de estas dos caras del acto/suceso, la simbólica será la esencial gracias al trabajo de la conciencia y de la memoria de las personas que se saludan.

Dar un like, seguir, etc. Son actos profundamente materiales, ya que son codificables, cuantificables, y como tales requieren de infraestructuras industriales y tecnológicas para su manejo y archivo. En definitiva se convierten en capital gracias a este proceso. Pero, lo definitivo es que no generan memoria entre los participantes, no generan simbología, no generan conciencia. Su parte material domina el acto con mucha autoridad.

En el primer acto había una parte que quedaba libre de materia y de cuantificación, únicamente en la memoria de alguien que le asignaba su significado simbólico. Tiene una fuerte inmaterialidad.

Materializar el mundo es previo a capitalizarlo. Es, por tanto, su propia condición.