Conciencia moral y deuda

En una filosofía naturalista y no dualista, no debería haber lugar para la injuria causada por otro ser humano, ya que su acción sería, en última instancia, equivalente a un daño “natural” como una catástrofe de la propia naturaleza.

Pero no sucede así, y esto se debe a que pensamos al otro como un sujeto de deudas o bien como dotado de “conciencia” de sí.

¿Existe alguna relación entre la conciencia y la deuda? ¿qué relación tienen las subjetividades, la injuria y la venganza?

Sabemos, tal vez pensamos, que alguien que obra mal…tiene conciencia del mal que hace, sabe que hace mal.
Nuestras leyes y derecho asumen un dualismo en el ser humano, al menos “una conciencia moral”. No somos una fuerza ciega, una fuerza natural, salvo en algunos determinados casos. El “conocimiento” del mal, nos hace culpables. Si la ignorancia del daño nos cubriera seríamos inocentes, como el viento que sopla o el agua que corre.

Pero en las legalidades humanas históricas, es más bien reciente esta inclusión. Mayor importancia posee la deuda causada, la cualidad perdida, robada…y no la conciencia del mal. Restablecimiento del equilibrio en una comunidad: se intercambian dones para reequilibrar.

La venganza, como forma de justicia, es re-apropiación de lo propio que ha sido sustraído. A un nivel donde la economía de las injurias puede encontrar su orden.

El Dios antiguo se cobraba su parte en el castigo, restablecía su derecho. El Dios moderno mira en el interior del ser humano para juzgar. El discernimiento que colocó en nosotros es el que no dota de la capacidad de “ver” lo bueno y lo malo, de distinguir. Nos saca de lo natural y nos coloca en la esfera moral.

En la era Moderna ha habido muchos intentos de re-naturalizar el mundo y a los seres humanos, pero esta esfera ha quedado aislada. Es una atalaya que ha resistido muchos asedios.

Naturalizar la conciencia implicaría, también, despejar el discernimiento moral como un artefacto falso, una simulación perpetrada por una “maquinaria” interna que solo sería una fuerza ciega. Eso nos “liberaría” de la conciencia moral y la culpabilidad, pero de ningún modo de la deuda, puesto que probablemente la deuda sea la expresión de la conciencia moral no ya del individuo sino de la comunidad entera, del propio cosmos.

Tecnología como prueba de objetividad

Vivir rodeados de objetos tecnológicos, que son el fruto de la objetualización de la realidad, refuerza nuestro pre-juicio de que dicha realidad es totalmente objetivable. Hasta tal punto es intenso su efecto que nos hace ciegos para percibir cualquier otra opción. La situación se torna unidimensional puesto que la tecnología inspira y demuestra tal objetualidad en nuestra existencia.

Un artefacto tecnológico es una prueba viviente de lo objetivable en la existencia y una refutación rotunda y palpable de cualquier otra dimensión en ella.

Tal despliegue dialéctico funciona en giro sobre sí mismo sin aparente salida. Como si de una espiral se tratase un problema con una red social no será solucionado con su abandono sino con la construcción de otra meta red que vigile/controle la red anterior… y así sucesivamente.

En el sueño tecnológico, un problema generado por una tekné se soluciona con otra nueva tekné que englobe a la anterior.

La convicción en la objetividad deviene en la soberbia epistemológica del sistema tecno-científico. El mundo-objeto genera su contrapartida inmanente: el yo-sujeto. El yo-sujeto es también un objeto para sí mismo, estamos a las puertas de la creación de individuos narcisistas pueriles, que en un giro inesperado confrontan con la propia objetividad: hemos llegado a la conspiración.

Hija de la objetividad y de una vuelta regresiva sobre sí misma, la conspiración es la sospecha de que la realidad tecno-científica podría no ser tan objetiva como aparenta, es decir, que aún debería serlo más. Las teorías de la conspiración son explicaciones agonísticas-jerarquizadas de un paradigma sistémico. De un sistema de tecnología-poder que funciona sin restricciones.

Una expresión no unidimensional apuntaría a otra realidad simbólica, la representación actual cultural-cibernética apunta a sí misma de forma circular, como el selfy en una red social. No apunta fuera de sí misma. La conciencia se re-presenta a si misma y a la realidad a través del símbolo fluido, no a través de la repetición.

Sin embargo, ya apuntó Warhol que la repetición de simples imágenes sin trasfondo aparente apuntaban mediante un proceso, en parte, sinestésico hacia la creación de otros sentidos fuera de ellas mismas.

Puede que sea este camino y no otro, como el de las sinestesias sonoras, el único que nos permita trascender la realidad, que como un tótem inamovible de sí misma se muestra en la actualidad. Es decir, superar la unidimensionalidad a través de una hiperestesia de la información que altere su naturaleza de dato discreto y la lleve a otra dimensión creadora.

Pensamiento y luz: estados límite de lo real

Ya que la luz es lo que más rápidamente se desplaza, y es el límite (empírico) para establecer la anterioridad de la causa al efecto sin desplomar las explicaciones, también es la abanderada de la creación de lo real.

Avanza creando realidad, por tanto la luz “es” la inauguración de “las cosas” del mundo, de los hechos del mundo. Despierta al mundo como Helios inaugura el día montado en su carro.

Pero a la vez es sustancial a las cosas mismas, contiene la visión de cosas que aún no han ocurrido para nosotros pero que la luz ya posee. Es el testigo de la “creación” de la realidad y la portadora de su imagen.

La luz es la portadora de la “imagen” universal de todo. Para nosotros la luz es “información”, es decir, in-formación, la realidad en su forma, o en su formación. La luz nos da la forma de la realidad, nos la trae, y es el límite mismo de nuestra cognoscibilidad.

El pensamiento, por su parte, es inextenso e idéntico a sí mismo, es indiferenciado ¿Siempre tenemos el mismo pensamiento aunque este verse sobre formas o contenidos diferentes? Podría ser entonces como un líquido, siempre idéntico a sí mismo, pero cuyo oleaje fueran los distintos estados diferenciados del alma.

¿Por qué comparar o relacionar la luz con la conciencia? ¿Cómo metáfora utilizada en numerosas tradiciones filosóficas y religiosas? o ¿Puede haber todavía algo mas que las relaciona?

La luz y su velocidad son el ente estructural físico. La conciencia o el pensamiento son el ente límite de captación, en cierto sentido (no realista) está ya presente en todo lo que se puede conocer.

¿Los pensamientos se mueven a la velocidad de la luz? Lo primero sería aclarar a qué nos estamos refiriendo con pensamientos. De forma empírica, en el laboratorio, se identifica velocidad del pensamiento con tiempo de respuesta de los estímulos o bien con la velocidad de conducción nerviosa, siendo esta última claramente inferior a la de la luz. O bien se intenta medir el tiempo en “aparecer” un pensamiento aislado del que le precede. Algo que, nuevamente, se trata de medir desde el exterior.

Seguramente no es lo mismo tener un pensamiento que tener conciencia de que se tiene un pensamiento. Eso es lo que se nos pide en un experimento. Medir estímulos externos tampoco me parece algo importante en este caso.

Los pensamientos no se mueven a la velocidad de la luz por la simple razón de que no se mueven en absoluto. Pero, es dentro de ellos donde se mueven las cosas.

En nuestra propia experiencia como seres conscientes es difícil establecer diferencias nítidas entre distintos pensamientos. Somos conscientes de algo cuando nos damos cuenta de que ya no está aquello que se daba anteriormente, como en los estados sonoros los pensamientos se definen por confrontación de unos con otros.

Pero no es esto a lo que me refiero sino al pensamiento como un todo conciencia o estado de coherencia. En el cual los pensamientos o emociones surgen, desparecen o se encadenan sin solución de continuidad, permaneciendo el estado sin extensión, sin diferenciación ni temporalidad.

Por lo tanto, el estímulo no se produciría a la velocidad de la luz como límite de actuación de lo real pero el ente-conciencia lo necesita o le es inherente. Dicho de otra forma: el suceso, el estímulo, el pensamiento concreto se dan en un estado, digamos lento, mientras que la capacidad en sí de apropiarse de él o generarlo solo se explicaría en ese estado límite.

De ahí podríamos concluir que los pensamientos (la capacidad de pensar) habitan una dimensión que no conoce ni el tiempo ni el espacio. Pero, al mismo instante nos damos cuenta de que es una afirmación completamente contradictoria.

Habitar es una palabra que implica un lugar (espacio) y un instante (tiempo). De modo que los pensamientos no habitan y por lo tanto, en cierta forma, tampoco existen. Pero aquí siguen, en ti, en mi.

La capacidad de pensar no habita, no existe, pero los pensamientos concretos se dan en una instantaneidad no diferenciable, es decir habitan y se dan en un momento que no es del todo distinguible pero al menos ubicable artificialmente, aislando alguna parte de sí.

La capacidad de pensar es el estado límite, el pensamiento concreto es un ente continuo e indiferenciable, el dato es un intento de aislar un “algo” de ese continuo.

Un mundo que no mueve

Una señal del fin de los tiempos en el mundo medieval no era un “hecho empírico” y mucho menos un “hecho científico” tenía sobre todo un componente moral (religioso) que dirigía su sentido a algo mayor. Indicaba algo fuera de sí mismo y de su propia naturaleza.

El fin del mundo era una necesidad teológica, la historia humana debía terminar en una apoteosis divina que cerrara el círculo moral de la existencia humana. Debíamos, en algún momento ser juzgados, para que nuestro viaje temporal se convirtiera en un viaje moral.

Es por eso que buscar señales y signos de la llegada de ese momento no era algo inesencial.

Nuestra “teología” es la auto-preservación de un estado de cosas. La construcción y mantenimiento de un sistema-realidad constantemente rodeado de amenazas a su propia integridad. Pero no es un “sistema ético” en el sentido de que no hay ningún valor salvo su propia preservación.

¿De qué nos sirve conocer un hecho, por alarmante que este sea, si no nos mueve?

Un hecho científico es el cambio climático, otro hecho empírico es la incapacidad de solventarlo. Ambos pertenecen al mismo paradigma no-ético. Pertenecen a un paradigma de hechos empíricos, pero inertes en cuanto a relaciones externas. Sus relaciones nos conducen hasta teorías más o menos sistémicas, explicativas solamente de otros hechos y de otras teorías.

Pero no producen efectos fuera de sí mismos. No indican nada salvo una relación compleja entre conceptos-variables. No apelan, no son símbolos.

El mundo y la realidad, no mueven si son un “laboratorio”, sólo mueven si son un símbolo.

El hecho de vivir rodeados de objetos tecnológicos, que son el fruto de la objetualización de la realidad, refuerza nuestro prejuicio de que esa misma realidad es totalmente objetivable. Hasta tal punto, que nos hace ciegos a cualquier otra posibilidad. La situación se vuelve unidimensional puesto que la tecnología inspira y demuestra tal objetualidad.

Tal dialéctica continua desplegándose sobre sí misma como si de una espiral se tratase. La toxicidad generada por una red social no será solucionada con su abandono sino con la construcción de otra meta-red que vigile/controle la red anterior… y así sucesivamente.

En el sueño tecnológico un problema generado por una tekné se soluciona con una nueva meta tekné.

La soberbia epistemológica del sistema tecno-científico ha engendrado individuos narcisistas. Donde al igual que el sujeto de conocimiento es autosuficiente para captar un mundo exterior que es puramente objetual, el ego es autosuficiente frente al mundo y frente a los otros.

Sin embargo, el propio despliegue provoca que dichos individuos confronten con el mismo, objetualizando la realidad y el poder como un sistema. En el fondo el individuo conspirativo es la consecuencia y la interiorización de ese poder-sistema convertido en subjetividad.

La expresión no unidimensional apunta a otra realidad simbólica, la representación actual cultural-cibernética apunta a sí misma, de forma circular como el selfi en una red social. No apunta fuera de sí. Sin embargo, la conciencia se re-presenta a si misma y a la realidad a través del símbolo no a través de la repetición.

Ya nos mostró Andy Warhol que la repetición de simples imágenes sin trasfondo, apuntaba mediante un proceso sinestésico, hacia la creación de otros sentidos fuera de ellas mismas. Fuera de esa dialéctica donde una tekné se superpone a otra, simplemente para garantizar su supervivencia.

Puede que sea este camino y no otro, como el de las sinestesias sonoras, el único que nos permita trascender esa realidad que como un tótem inamovible se nos presenta a todos en la actualidad. Bajar de la soberbia del poder objetualizador hacia la inefable humildad donde se esconden los símbolos éticos por llegar.

El tiempo como colección de presentes

La concepción habitual que poseemos del futuro o del pasado nos invita a pensarlos como presentes-pasados o como presentes-futuros, es decir, de una forma en la cual equiparamos toda temporalidad a un presente constante, lineal e igual a sí mismo en todos sus puntos.

La fábrica de recuerdos, que es la memoria, nos ayuda a reconstruir dicha continuidad; a concebir que cada hecho que vivimos en el pasado, y por hipótesis que viviremos en el futuro, fue y será como una sucesión de presentes.

A pesar de ello ¿Se pueden pensar el futuro o el pasado de otro modo que formados por presentes-pasados o presentes-futuros? ¿Qué existencia tendrían fuera de esta concepción?

¿No existe cierta idealización en pensar cada instante que “fue” como un presente “desplazado”? y por tanto ¿No deberíamos aceptar que los hechos del pasado ya no funcionan ni juegan en esa sucesión regular que le suponemos a nuestro presente?

De modo parecido podemos hablar de los hechos del futuro, de los cuales presuponemos llegarán a nuestro presente y por ello los asumimos como presentes “en espera”. Sin embargo, no considero que los eventos del futuro estén “esperando a ser presentes”; ni siquiera es evidente que estén “esperando a ser”.

Más bien parecería que los eventos del futuro y del pasado pertenecen a mundos ontológicos diferentes a nuestro mundo presente.

Lo que yo diría es que el pasado sí que tiene existencia, pero que su existencia no tiene las mismas características que el presente. Ya que, en realidad, este último sería una excepción epistemológica y ontológica. Un cuello de botella para la realidad (el presente), forzado por la propia conciencia.

Pensar el tiempo como una concatenación de “momentos presentes”, igualables entre sí, forma parte de nuestra tradición. Una que facilita la igualación de todos los momentos, una abstracción que permite poner en marcha el pensamiento “racional”. Un tiempo igualador, sin perspectivas, un tiempo plano.

Abstracción que concibe el tiempo como una “línea” igual en todos sus puntos, línea que idealmente permanecería intacta.

La temporalidad también podría concebirse como una explosión constante de la realidad, que genera casi-infinitas ondas de pasado desde un punto infinitesimal conocido como presente y cuya causa solo puede estar en el futuro.

Desde la perspectiva que poseemos, como conciencias, todo pasado es un evento que entra en inflación, en aumento de distancia e indefinición. El pasado tiene características de gigantismo y acumulación de eternidad. El futuro se encuentra en la indeterminación de la pura posibilidad.

La mujer idealiza, el hombre cosifica

El hombre cosifica, la mujer idealiza. Una auténtica dialéctica en la que detenerse a pensar: cosificar/idealizar.

El hombre hace cosa a la mujer, esta a su vez, debe ser una cosa adorable, ser una cosa deseada. La mujer proyecta el ideal en el hombre que tiene, por su parte, que hacerlos carne en sí.

No obstante, la dialéctica entrañada es compleja y recíproca puesto que cuando algo se cosifica tiene detrás la más grande de las idealidades innombradas. Y cuando algo es ideal posee el anhelo de materializar un deseo gigante.

La mujer sería el ideal materializado, cosificado. El hombre la materia, la cosa que tiene que devenir en ideal.

La desdicha de ser mujer sería encarnar un ideal encerrado en materia. Un ideal invisible para ella misma, solo visible desde el exterior. Un ideal del que no puede participar más que pasivamente. Un ser para otro.

La desdicha de ser hombre sería no poder ser un ideal en sí mismo, sino sólo serlo a través de algo externo. Algo que se manipula, domina y cosifica.

Siendo la “mujer” un ideal, las “mujeres” de carne y hueso no pueden acceder a él, pues al ser un ideal cosificado, solo lo es accesible para los otros. El hombre únicamente lo puede alcanzar con el trabajo de lo “otro”, que le obliga a cosificar y por tanto a seguir siendo siempre “algo que está separado”.

En el fetichismo podemos ver un encuentro de los conceptos de los que estamos hablando. El deseo de lo ideal se hace cosa y la cosa es la mejor forma (la única) de conectar con lo inasible. En el caso de la sexualidad se dan recíprocamente ambas dimensiones.

El hombre quiere alcanzar el ideal a través de una cosa, el cuerpo de la mujer. La mujer quiere sacar el ideal de su inmanencia hacia algo exterior a sí misma.

Bien, mujer y hombre son en sí mismos “ideales”, entonces añadiendo este sentido de la palabra, se puede decir que: la mujer es el ideal de ser una “cosa” deseable, y el hombre es el ideal de encarnar ideales que siempre están separados de él.

Por supuesto no estoy hablando de biología, ni de su deconstrucción. Todos vivimos atravesados de esta dialéctica. Somos, a la vez, los dos polos y sus múltiples combinaciones. Pero evitar cosificar dejando de crear “lo otro” y reconocerse a una misma más allá de lo que seamos para los demás, es el comienzo de un camino prometedor.