La necesidad de la des-atención

La sociedad industrial y capitalista nos ha enseñado a permanecer atentos. Prestar atención a cada proceso, a cada enseñanza, a cada detalle.

Lo que supone, en definitiva, definir el proceso productivo económico general en su aplicación concreta.

Esa hiper-atención es una violentación de nuestra psique. Atrofia y constriñe el flujo natural de nuestra conciencia cuyo movimiento es caprichoso por esencia. Caprichoso por una buena razón: se mueve por su voluntad y por el deseo de cambio.

¿Cuántas “Enfermedades Mentales” tendrán su origen en esta coacción del sujeto moderno?

Desatender es una necesidad y una “gracia” que nos permite abrirnos a una sensación pura sin ninguna utilidad. La desatención es la madre de toda creatividad, celebramos una fiesta en nuestra conciencia cada vez que se nos permite desatender de lo inmediato.

Con-formarnos en el otro

Yo soy lo que soy porque fuera de mi hay “otros” que me con-forman en lo que soy. Nuestro reflejo en el espejo nos fascina por ello. En nuestro reflejo hay un “otro” que también soy yo, hay una “reflexión” identitaria.

Muchos animales no se reconocen en un espejo por que no necesitan “reconocerse” en el otro. No se debe a su falta de capacidad, es su falta de necesidad.

Los seres humanos reconocemos al otro, o no, como humano. Tal reconocimiento nos confiere nuestra identidad y pertenencia. Cuando nos miramos en un espejo somos las dos partes a la vez. Tenemos que reconocernos y conformarnos como seres humanos a nosotros mismos.

La capacidad de reconocernos en el espejo derivaría de ello: de la capacidad de recibir o no el reconocimiento del otro y de la conformación que genera de nuestro yo su reflejo. La humanización es un “don” que nos damos y nos negamos unos a otros.

Casi más que hablar de la capacidad de conformarnos en el otro habría que hablar de su necesidad. Ser humano no es un atributo “natural” para los seres humanos, nos viene reconocido o no por aquellos que forman parte de ese ser, los otros nos conforman en ese sentido.

Hay una risa que es la del no reconocimiento: con ella se niega tal reconocimiento.

Cuando vemos nuestra imagen en un espejo estamos ante la misma disyuntiva que ante el otro: tenemos que reconocernos a nosotros mismos como humanos. Un acto reflexivo sobre cada uno que no está en absoluto exento de crueldad. Una crueldad que tenemos que aplicarnos sin paliativos.

El rechazo de uno mismo es el más doloroso e íntimo de los rechazos. Porque en él somos juez y parte en una misma conciencia. Nuestra capacidad para duplicarnos, incluso multiplicarnos, en múltiples sujetos y objetos al mismo tiempo nos genera laberintos interminables en los que resulta sencillo perderse.

El yo abstracto o el observador ideal

El yo abstracto es el observador ideal que emerge como una divinidad y asegura nuestras percepciones del mundo de modo objetivo.

Históricamente no es muy antiguo, sigue en el tiempo al modelo filosófico y literario del diálogo, donde dos o más yoes se sirven los unos a los otros de “yoes abstractos” para presentar situaciones ajenas a la percepción de un único yo o narrador.

La narración mítica o el cuento, desconocen el juego de los yoes. En ellos el súper-narrador es equivalente a una divinidad o fuerza natural. Conocerlo todo y verlo todo es la cualidad de lo divino.

El observador ideal, es por tanto, el refinamiento de la visión ideal que posee la divinidad. El yo abstracto es la “imagen”, quizás la ideación de nosotros mismos, observados y siendo el observador ideal al mismo tiempo.

La objetividad es, de ese modo, hija secreta y no reconocida de la divinidad y del mito.

Posteriormente el yo abstracto lo hemos interiorizado, convirtiéndonos en deidades a nosotros mismos, entes capaces de generar una objetividad. El sujeto cognoscente de la razón occidental tiene algo (mucho) de ello.

Es un yo privilegiado, extraído de nuestra propia narrativa, una novedad histórica y revolucionaria que apuntala nuestro deseo de obtener la objetividad del mundo.

Cultura hegemónica

¿Cómo se convierte una cultura en hegemónica? Y cuando lo es ¿cómo se identifica su reconocimiento y aceptación? ¿Son los códigos culturales reconocidos e interiorizados como superiores? ¿Qué significa la “sensación” de superioridad en este caso?

Cuando su dinámica dibuja el marco que establece los posibles, el código impreso se establece en interconexión con el todo poder. El afuera dibujado disuade de abandonarle y el adentro simbólico produce el placer momentáneo del alivio del sufrimiento, del esquivar la desdicha que a todos nos amenaza. Con el tiempo se petrifica en hegemonía y “gag” cultural. Se convierte en hábito.

La creación cultural no es un “ser del mundo” sino un “debe ser del mundo”.

Estar en su interior es una forma simbólica y casi ritual de “librarse” de la des-gracia, de estar en el afuera aterrador. Se hace hegemónica cuando la promesa de muerte en su negación es interiorizada y olvidada. Dibuja márgenes que chorrean el nuevo terror.

La cultura hegemónica tiene el ritmo de la temporalidad marcada por sí misma, ritmo de creación y ritmo de destrucción. Sus ritmos culturales “suenan” a “este tiempo” mientras todos los demás ya han quedado desfasados. Muertos, porque en definitiva muerte, es lo que se encuentra en su exterioridad.

Capacidad de representación-simulación

Entiendo el concepto de simulación como la percepción de uno mismo. Una percepción formalizada, espacializada y construida como un mosaico o collage de elementos, quizás diversos, y configurados de una forma contingente: la percepción de uno mismo lo es. Simulada, ya que podría estar configurada de otro modo. La auto-conciencia de nuestro propio cuerpo es una forma simulada de corporeidad. La experiencia de la corporeidad recreada para uno mismo.

La simulación requiere también de la de capacidad de representación. Esta última, sea lo que fuere, muestra diversas maneras de actuar.

Durante la vigilia la “capacidad de representación” está casi toda dirigida a la representación del mundo “real”, queda poca “capacidad” para la imaginación que casi es incapaz de “representar” con claridad una cara, un objeto, etc. Parece como si toda esta capacidad de representación está “funcionando”, ocupada en representar “mundo”.

Durante el sueño, la capacidad de representación sí que puede actuar liberada de mundo o bien simplemente sigue funcionando en otro plano. La imaginatio sí que puede, en estos casos “representar”, tener plena capacidad de representación.

Si admitimos que la simulación que poseemos de nosotros mismos podría ser distinta, no es extraño que en los sueños las conformaciones oníricas sean tan diversas y fluidas. La capacidad de representar se libera y la de simularnos corre a su par, dándonos formas extrañas e inusitadas.

La capacidad de representación parece en gran medida independiente de uno mismo. Sobre todo independiente de la simulación de nuestra corporeidad, de la que sería también causa. No obstante, la capacidad de representar en sí queda oscurecida aun describiendo alguno de sus efectos. Como aquello que usamos para poder definir, pero que se nos escapa en su definición.

Tenemos la conciencia como un simulacro, pero no de algo que existiera previamente, un simulacro como acto creativo y original. Y una capacidad de representación que actúa con independencia y se escurre a nuestros esfuerzos de encerrarla en un objeto.

La cultura “Sancho Panza”

La cultura “Sancho Panza” es el estereotipo literario, cultural y de poder que desde la antigüedad narra al pobre, al esclavo y al siervo como enraizado en las necesidades básicas materiales; sin sensibilidad ni capacidad estética, moral o espiritual.

Es como si los seres humanos desde el albor de los tiempos no hubiesen poseído esos atributos antes del nacimiento de la nobleza y la aristocracia, que sería la que “los expresara” y encarnara de forma exclusiva.

Cabe preguntarse si dichos valores podrían ser en su totalidad hijos de esta cultura aristocrática y de violencia o bien si solamente están profundamente manchados por ella.

Desde Gilgamesh hasta el Quijote, el siervo a la sombra del señor carece de los valores superiores. Está preso de la pura inmanencia a la que le somete la supervivencia material, y es ahí, y sólo ahí, donde puede desarrollar su originalidad e ingenio. El siervo es ocurrente, pero nunca nos enseña nada elevado a través de su ser o su experiencia.

Su propia existencia no trasciende de la mera vida y sus funciones más básicas. Designado de este modo por el poder, el siervo se arropa con esa cultura podándose el resto de cualidades. Podemos verlo ridiculizado o volviendo a su vida de inmanencia: una vida callada y muda, uno con la naturaleza y sus ciclos eternos.

No es necesario demostrar que estos “tipos” siguen funcionando en toda clase de producciones culturales en la actualidad. En toda división de castas o clases hay un escalón que nos sumerge en esa inanidad material, como continuadores genealógicos de esa narración de poder.