La razón griega y su mitología incluyen escasos ejercicios de desobediencia explícita. Su universo se movía en un telos que todo lo podía y lo tejía. Los personajes épicos no osan ni pensar en ella.
En las cosmologías y guerras de generaciones de dioses aparecen numerosas diputas, como las de Prometeo, que es un Titán, no un humano, y paga un alto precio por su incumplimiento.
La razón es hija de esta totalidad telúrica, es como una asfixia donde no hay lugar a la pregunta del desobedecer, la razón dicta lo que hay, no hay nada fuera de ella.
Procede de una necesidad, incluso de una voluntad de la propia razón de imponerse a sí misma como un límite. Límite que no se puede rebasar.
Por otra parte siempre existe una confusión entre la deidad como “fuerza” natural y la razón como ley universal que rige las fuerzas. En ambas intuiciones existe una voluntad de absolutizar, se me dirá quizás que es la realidad la que se muestra así de absoluta e inflexible.
Entre voluntad divina y ley natural existe una indistinción que se pierde en el albor del tiempo y que solo hasta cierto punto es equivalente. Pareciera que la ética dependa de una voluntad divina en términos de posibilidad de acción u oposición, mientras que una fuerza natural no deja lugar a “un buen actuar”: se le acata o se le maldice.
En este sentido, es como si el Cristianismo hubiese introducido la idea de obediencia con mayor plenitud, tomada como algo sustancial a la existencia cósmica. Generando, por otro lado, la idea diabólica de la desobediencia. Procedente, seguramente, de las diferentes sagas babilónicas, tradiciones hebreas y de Medio Oriente.
Se puede desobedecer a Dios, a cambio eso sí, de la condenación y el castigo, pero igualmente y por analogía se puede desobedecer al padre o al rey. Más sin embargo, ¿se puede desobedecer a la razón?