La cultura “Sancho Panza” es el estereotipo literario, cultural y de poder que desde la antigüedad narra al pobre, al esclavo y al siervo como enraizado en las necesidades básicas materiales; sin sensibilidad ni capacidad estética, moral o espiritual.
Es como si los seres humanos desde el albor de los tiempos no hubiesen poseído esos atributos antes del nacimiento de la nobleza y la aristocracia, que sería la que “los expresara” y encarnara de forma exclusiva.
Cabe preguntarse si dichos valores podrían ser en su totalidad hijos de esta cultura aristocrática y de violencia o bien si solamente están profundamente manchados por ella.
Desde Gilgamesh hasta el Quijote, el siervo a la sombra del señor carece de los valores superiores. Está preso de la pura inmanencia a la que le somete la supervivencia material, y es ahí, y sólo ahí, donde puede desarrollar su originalidad e ingenio. El siervo es ocurrente, pero nunca nos enseña nada elevado a través de su ser o su experiencia.
Su propia existencia no trasciende de la mera vida y sus funciones más básicas. Designado de este modo por el poder, el siervo se arropa con esa cultura podándose el resto de cualidades. Podemos verlo ridiculizado o volviendo a su vida de inmanencia: una vida callada y muda, uno con la naturaleza y sus ciclos eternos.
No es necesario demostrar que estos “tipos” siguen funcionando en toda clase de producciones culturales en la actualidad. En toda división de castas o clases hay un escalón que nos sumerge en esa inanidad material, como continuadores genealógicos de esa narración de poder.