Vivir en el infierno es no ser una entidad completa y placentera, es vivir en la inestabilidad de esperar unirte a otras unidades o entidades.
De perderse en la otredad, o bien, en una indeterminación donde nunca se conciba el orden; donde nuestra íntima voluntad nunca sea señora de la ordenación de los conceptos.
El demonio es la metáfora de la ruptura de la transparencia de nuestro ser. La telaraña del caos, de una indeterminación que priva a nuestra voluntad del autodominio de su energía.
Vivir en mil cosas sin centro, ni orden, ni capacidad de interrelacionalidad. El “Yo” puede no tener una única y exclusiva disposición, pero necesita reconocerse en su infinita variabilidad. Necesita de la transparencia para poder jugar.
Los otros. Es la desazón de ser atacado por lo externo y el deseo secreto de unirte y disolverte en lo otro: no poder ser un yo en equilibrio.
Y aunque un yo auténtico está unido con el todo, el infierno es la separación de la unidad por otros seres humanos: “ser otros” de forma violentada. La violentación de nuestra unidad. Los diablos y demonios “encarnan” de modo metafórico o real tal personalización.
Vivir en el infierno es sentir límites infranqueables en el propio interior de uno mismo. O bien la dolorosa ruptura de nuestras potencias. Hasta cuando soñamos generamos una proyección de exterioridad y otra de interioridad y unidad.