Junto al método empirista de la judicatura (de los filósofos jueces), la dualidad cartesiana es el origen de la ciencia moderna. Descartes diferenció en su pensamiento entre una res cogitans, algo así como una sustancia pensante (sus propios pensamientos) y una res extensa, que sería todo el mundo natural (y nuestro propio cuerpo) menos aquella parte divina que ubicó en la glándula pineal, y que resultaba en el último refugio que encontró contra la Iglesia y contra el propio absurdo del conocimiento.
Esta diferencia era imprescindible para cumplir su proyecto de reducción del ser a un mundo geométrico, material y de funcionamiento mecánico. Todo podía y debía explicarse, a partir de entonces, como eventos mecánicos que sucedían en un espacio geométrico.
El deseo de que la completa realidad se “adapte” a este esquema ha sido una constante desde entonces. La res extensa tenía ante sí un futuro muy prometedor, un horizonte de triunfos y logros envidiables.
Pero entonces, ¿Qué fue de la res cogitans? ¿Dónde acabó?
¿En qué se puede convertir lo insustancial, lo accidental e inconexo, aquello que no guarda relación directa con la verdad?
La res cogitans se fue convirtiendo en una curiosidad, casi en una antigualla; en la cual, pasando el tiempo, poder atribuir sentimientos, desvaríos, poesías románticas y un largo etcétera de pseudo-realidad.
La modernidad genera este espacio de res cogitans donde ubicar la locura, el subconsciente, el arte no académico, no realista, la fantasía, la alucinación. ¡Qué lugar tan apropiado para lanzar toda la parte de nosotros mismos que sobraba a una nueva episteme moderna!
No voy a entrar en la adecuación de las ideas con la realidad, problema propio de esta época y que planteaba ya la disposición en la cual las piezas de la racionalidad se iban a disponer a partir de entonces.
Nuestros “pensamientos” se convirtieron solo en eso: “pensamientos”, sin relación con el todo, con el ser, ni con la realidad. Reducción a la fantasía de una enorme parte de nuestra propia realidad, y la imposibilidad de unificar nuestra existencia, vivida en una situación de ruptura y violencia con nosotros mismos.
¿Podemos reunificar? La recuperación podría ser un camino de anamnesis, aprender de nuevo y des-aprender, un desprendimiento de siglos. También un descubrimiento, un avance si se quiere, que nos permita unificarnos con todo lo que es y somos y comenzar a trabajar con él, sin constricciones.
No se trata, por otro lado de reeditar, un idealismo, sino de buscar la necesaria unificación de los universos que han sido separados por el pensamiento moderno, una ruptura, un quiebre, un vacío y una abismo abierto ante nosotros, que nos aísla aún más, y nos entrega a una soledad masificada y a una compañía irreal y alienada.
Si lo que tenemos dentro no tiene apenas valor, hemos de buscar fuera, probablemente comprar verdades cocinadas para nosotros. A nuestro gusto o disgusto. Debemos aceptar una explicación del mundo exterior aunque no coincida con nuestra interioridad, ya que esta ya no tiene ningún valor.
Negar la posibilidad del acceso a la cosa en sí, no solo una cuestión central para una teoría del conocimiento, es sobre todo una cuestión política: ya no podemos conocer lo que debemos hacer, debemos permanecer en una posición de impotencia forzada, de pasividad, de negatividad y privación para con el mundo. El hiato entre lo posible y lo real se hace insalvable.