Nacemos con una deuda, de hecho, nacemos siendo tiempo de vida “endeudado”. Nuestra vida no nos pertenece por completo. Somos vida nacida para saldar deudas, previas a nuestra propia existencia.
La primera deuda histórica proceda, seguramente, de la familia, del clan. Luego crece, se desarrolla y civiliza en la Polis. Prosigue sinuosa hacia el Estado Moderno y desemboca en el capitalismo.
Deuda de trabajo, deuda de sangre. La deuda liberal, la deuda nacionalista.
Todo nacionalismo es la promesa de pago de una deuda de sangre contraída. Morir por la patria no es el mejor destino para un hijo agradecido de su país. Sino que es la mejor forma de pagar la deuda debida: dando el total del tiempo de vida en un momento singular. Pago completo, sin aplazamientos.
Somos empréstitos vivientes, sangre y capital latente desde el momento en que nacemos. Nuestra vida no nos pertenece. Somos tiempo de vida adquirida y encargada por otros.
Sacrificar humanos en un altar o en la guerra son formas de pagar la deuda de sangre.
La del trabajo es una deuda dilatada en el tiempo, nunca termina. Es un encargo o castigo divino secularizado por la modernidad. No todo lo religioso era prescindible al fin y al cabo.
¿Podemos imaginar, al menos, una humanidad nacida sin deuda?
El desarrollo tecnológico de las fuerzas productivas no aligera la carga de la deuda del trabajo, añade cuanto menos la del aprendizaje. La cual aumenta exponencialmente pareja al propio desarrollo técnico.
¿Cuánto pagamos por el trabajo que realizamos?
Somos tiempo de vida embargado. El tiempo no enajenado es tiempo muchas veces vivido como carente de sentido. No ha sido definido qué hacer con él.
¿Está la deuda causada por el cuidado que necesitamos para sobrevivir? ¿Es una simple devolución de lo recibido? Sería, en ese caso, un trato justo. Un equilibrio que raramente se da en la realidad.