La idea que ronda nuestro universo tecnológico y cultural como posibilidad; y que podría resumirse del siguiente modo: “todos podemos ser artistas” ha asustado por igual tanto a profesionales del arte como a empresarios. Sin embargo, con el desarrollo técnico de las herramientas, se ha podido y sigue pudiéndose convertir en algo más que una simple posibilidad.
Pero, la facilidad para la realización de la obra estética a través de las tecnologías informáticas y la facilidad para su reproducción en Internet no han traído consigo ni un florecimiento del arte, ni del intercambio de ideas, ni el nacimiento de estéticas diversas.
La imposición de un modelo de competencia y no de colaboración, ha permitido la neutralización de un caldo masivo de creación y recepción, en el cual creadores y consumidores se confundieran.
La mercantilización se ha llevado por delante las ideas “creative commons” arrinconándolas en una marginalidad, que además, por arte y gracia de la lógica de mercado, llena un hueco o nicho mínimo para aquellos que desean huir de las rígidas normas de la propiedad intelectual.
En el caso de la música han crecido numerosas plataformas que explotan las obras artísticas vendiendo sus derechos de uso a bajo coste para proyectos audiovisuales. Los creadores forman así una bolsa de mano obra creativa dócil y siempre fértil. Estos creadores que están en una continua tensión entre lo profesional y lo amateur, son domesticados y normalizados en estos sistemas, a cambio de una nueva promesa de fama y dinero.
El capitalismo tiende a la acumulación, tiende a generar un “embudo” conceptual, necesita de un orden de jerarquías que facilite el dominio y facilite la propiedad privada.
En el caso concreto de la música, si se da una masiva acumulación de obras, como la que se ha producido en Internet, se provoca la “posibilidad” inédita de un acceso masivo y desordenado a la creación. Para la industria esta acumulación de obras es excesiva e inmanejable.
Para crear una jerarquía utilizable éstas obras han de seleccionarse (y venderse) a través de “personalidades” que generen empatía e identificación.
Ciertamente toda la Música Pop desde la mitad del siglo XX ha jugado el rol de la identificación generacional, donde la autoafirmación a través del artista-músico era la piedra filosofal de cualquier éxito discográfico.
En nuestro momento histórico es más sencillo saltar desde la fama a cualquier arte que desde cualquier disciplina artística hacia la fama. No se me mal interprete, ni si quiera es una crítica. Lo que significa esto, en mi opinión, es un traslado del sentido de lo estético: al no poder democratizarse lo artístico a través de una estética participativa, solo queda la valoración carismática del “creador”.
Cuando la estética se vuelve tan diversa los receptores se sienten incapaces de juzgar la “calidad” de una obra, y se ven abocados a apelar al recurso a la autoridad (¿Quien la ha hecho?) para poder juzgarla.
Lo que estaba en juego ante la posibilidad de una proliferación incesante de obras era la facultad de ordenarlas jerárquicamente y en definitiva de sacar capital de su uso. Además de evitar la indiferenciación entre música buena y mala, profesional o amateur.
Por cierto, no sería ya ninguna locura que como derecho social básico se contase con el de poseer una dirección electrónica personal gratuita y no dejar toda la gestión y posesión a las empresas privadas y al control gubernamental.