El azar es en definitiva un determinismo, ya que al fin el azar se comporta de un modo determinista dando siempre el mismo resultado: lo imprevisible. Sería el opuesto, en este sentido, del determinismo: en un caso siempre sabríamos el resultado, en el otro siempre conoceríamos el no resultado.
Porque el azar es en nuestra época sinónimo de aquello que no es calculable, que es indeterminable. La época barroca y la ilustrada bajan al suelo la idea neoplatónica de las armonías del mundo, internándose en la tarea de contabilizar esas armonías.
En esa búsqueda y experimentación con lo determinado y lo indeterminado, con lo cuantificable y lo azaroso se utilizan e inventan auténticas máquinas del azar. Es la época de jugar con el azar como ese genio maléfico que se encuentra en el límite de la comprensión. Es la época de los juegos de azar y las loterías. Y no se casualidad puesto que la mecanización del mundo es lo que conduce a su “indeterminismo”.
¿Y si pensáramos un bombo de la lotería no como una secuencia de choques deterministas imposibles de calcular, sino más bien como esferas que actúan en libertad y de ese modo se trata de un acto “libre” y por ello no determinable?
Pensar el mundo “físico” como poseído de voluntad propia nos acercaría a una especie de “animismo” moderno. Donde las cosas fueran apeladas a través de la petición o la ¿invocación? De ese modo, con la realidad se “pactaría”, se pediría un acuerdo. Para contactar y tratar con ella y no para imponerse a través de una predicción dominadora de su naturaleza.