Un mundo que no mueve

Una señal del fin de los tiempos en el mundo medieval no era un “hecho empírico” y mucho menos un “hecho científico” tenía sobre todo un componente moral (religioso) que dirigía su sentido a algo mayor. Indicaba algo fuera de sí mismo y de su propia naturaleza.

El fin del mundo era una necesidad teológica, la historia humana debía terminar en una apoteosis divina que cerrara el círculo moral de la existencia humana. Debíamos, en algún momento ser juzgados, para que nuestro viaje temporal se convirtiera en un viaje moral.

Es por eso que buscar señales y signos de la llegada de ese momento no era algo inesencial.

Nuestra “teología” es la auto-preservación de un estado de cosas. La construcción y mantenimiento de un sistema-realidad constantemente rodeado de amenazas a su propia integridad. Pero no es un “sistema ético” en el sentido de que no hay ningún valor salvo su propia preservación.

¿De qué nos sirve conocer un hecho, por alarmante que este sea, si no nos mueve?

Un hecho científico es el cambio climático, otro hecho empírico es la incapacidad de solventarlo. Ambos pertenecen al mismo paradigma no-ético. Pertenecen a un paradigma de hechos empíricos, pero inertes en cuanto a relaciones externas. Sus relaciones nos conducen hasta teorías más o menos sistémicas, explicativas solamente de otros hechos y de otras teorías.

Pero no producen efectos fuera de sí mismos. No indican nada salvo una relación compleja entre conceptos-variables. No apelan, no son símbolos.

El mundo y la realidad, no mueven si son un “laboratorio”, sólo mueven si son un símbolo.

El hecho de vivir rodeados de objetos tecnológicos, que son el fruto de la objetualización de la realidad, refuerza nuestro prejuicio de que esa misma realidad es totalmente objetivable. Hasta tal punto, que nos hace ciegos a cualquier otra posibilidad. La situación se vuelve unidimensional puesto que la tecnología inspira y demuestra tal objetualidad.

Tal dialéctica continua desplegándose sobre sí misma como si de una espiral se tratase. La toxicidad generada por una red social no será solucionada con su abandono sino con la construcción de otra meta-red que vigile/controle la red anterior… y así sucesivamente.

En el sueño tecnológico un problema generado por una tekné se soluciona con una nueva meta tekné.

La soberbia epistemológica del sistema tecno-científico ha engendrado individuos narcisistas. Donde al igual que el sujeto de conocimiento es autosuficiente para captar un mundo exterior que es puramente objetual, el ego es autosuficiente frente al mundo y frente a los otros.

Sin embargo, el propio despliegue provoca que dichos individuos confronten con el mismo, objetualizando la realidad y el poder como un sistema. En el fondo el individuo conspirativo es la consecuencia y la interiorización de ese poder-sistema convertido en subjetividad.

La expresión no unidimensional apunta a otra realidad simbólica, la representación actual cultural-cibernética apunta a sí misma, de forma circular como el selfi en una red social. No apunta fuera de sí. Sin embargo, la conciencia se re-presenta a si misma y a la realidad a través del símbolo no a través de la repetición.

Ya nos mostró Andy Warhol que la repetición de simples imágenes sin trasfondo, apuntaba mediante un proceso sinestésico, hacia la creación de otros sentidos fuera de ellas mismas. Fuera de esa dialéctica donde una tekné se superpone a otra, simplemente para garantizar su supervivencia.

Puede que sea este camino y no otro, como el de las sinestesias sonoras, el único que nos permita trascender esa realidad que como un tótem inamovible se nos presenta a todos en la actualidad. Bajar de la soberbia del poder objetualizador hacia la inefable humildad donde se esconden los símbolos éticos por llegar.

La deuda

Nacemos con una deuda, de hecho, nacemos siendo tiempo de vida “endeudado”. Nuestra vida no nos pertenece por completo. Somos vida nacida para saldar deudas, previas a nuestra propia existencia.

La primera deuda histórica proceda, seguramente, de la familia, del clan. Luego crece, se desarrolla y civiliza en la Polis. Prosigue sinuosa hacia el Estado Moderno y desemboca en el capitalismo.

Deuda de trabajo, deuda de sangre. La deuda liberal, la deuda nacionalista.

Todo nacionalismo es la promesa de pago de una deuda de sangre contraída. Morir por la patria no es el mejor destino para un hijo agradecido de su país. Sino que es la mejor forma de pagar la deuda debida: dando el total del tiempo de vida en un momento singular. Pago completo, sin aplazamientos.

Somos empréstitos vivientes, sangre y capital latente desde el momento en que nacemos. Nuestra vida no nos pertenece. Somos tiempo de vida adquirida y encargada por otros.

Sacrificar humanos en un altar o en la guerra son formas de pagar la deuda de sangre.

La del trabajo es una deuda dilatada en el tiempo, nunca termina. Es un encargo o castigo divino secularizado por la modernidad. No todo lo religioso era prescindible al fin y al cabo.

¿Podemos imaginar, al menos, una humanidad nacida sin deuda?

El desarrollo tecnológico de las fuerzas productivas no aligera la carga de la deuda del trabajo, añade cuanto menos la del aprendizaje. La cual aumenta exponencialmente pareja al propio desarrollo técnico.

¿Cuánto pagamos por el trabajo que realizamos?

Somos tiempo de vida embargado. El tiempo no enajenado es tiempo muchas veces vivido como carente de sentido. No ha sido definido qué hacer con él.

¿Está la deuda causada por el cuidado que necesitamos para sobrevivir? ¿Es una simple devolución de lo recibido? Sería, en ese caso, un trato justo. Un equilibrio que raramente se da en la realidad.

Homogeneidad cultural y globalización

La homogeneidad cultural, que tiene como tendencia nuestra época, no se debe tanto al simple intercambio cultural intensivo, sino más bien es el resultado de la conversión de la cultura en mercancía, en “producto” vendible y consumible.

Visto de forma inversa esto quiere decir que un intercambio intensivo cultural no trae consigo la homogeneidad, sino, probablemente todo lo contrario.

¿Sería la transformación de la cultura en mercancía, la condición previa para su homogeneización en nuestra época? ¿Se podría, por tanto, imaginar una “globalización” no homogeneizante?, ¿una que fuese más bien todo lo contrario?

Las diferencias, en un sistema cultural, no son borrables de forma sencilla, pero se vuelven transparentes elevando las identidades a un nuevo nivel. Es en ese nivel, digamos meta-cultural, es donde se puede operar un lifting eficaz.

En el mundo digital-cultural, en cierto sentido, no existe la diferenciación. Hoy no se puede ser diferente debido a la absorción total que ejerce la verdad globalizada-tecnificada-digital. La creación y el mantenimiento del sentido se generan en grandes círculos-atractores a los que uno no puede hacer más que acercarse.

Cuanto mayor es el círculo-atractor, mas gente es adherida y mayor la homogeneidad normativa. El círculo atractor es un esquema necesario para la gestión de datos y la segmentación de consumidores. De modo que, seguramente, es un armazón inherente a la sociedad de consumo digital.

Nadie es diferente a otro por una cualidad definida, es por ello que solo existe un elemento que puede ser ejecutable en un sistema digital informático: la cantidad.

Es en la cantidad donde es posible desarrollar un culto hacia el ego, (youtubers, influencers) que no son mas que los representantes destacados de esa “indiferencia”. Puesto que no puedes ser diferente solo puedes hacer resaltar tu “ego” en su forma mas primaria, como portavoz del círculo-atractor-verdad, aunque hables y seas casi lo mismo.

Es por todo ello que el grito de guerra debería ser: “No te unas a mí, divide”

Crono-morfismos

Si entendemos el tiempo y el espacio como dos formas distintas de llamar a la misma extensionalidad-potencial del ser (de la realidad). Entonces el tiempo y la extensión son dos nombres para el mismo hecho, dos conceptos pivotando sobre el mismo lugar. Dos perspectivas de lo mismo.

La geometría habría intentado, desde sus orígenes, acotar el espacio bajo la noción de extensión ayudada por la fascinación por la proporcionalidad. Así la extensión quedaría atrapada por la razón y sus principios. Más, si sincretizamos la temporalidad con la extensión, las formas geométricas no son solo racionales formas de atrapar la extensión sino también crono-morfías. Formas visuales de atrapar la temporalidad.

Pensado de este modo y aceptando lo anterior se podrían desarrollar tiempos geométricos o temporalidades geométricas. Es decir, tratar de responder a la pregunta: ¿Qué temporalidades desarrollan o expresan cada figura geométrica?

  • El triángulo es la “visión” concentrada de la temporalidad que se pierde en el infinito del pasado. En el ángulo que se cierra se pierde la capacidad de concebir, de distinguir. El triángulo es también el tiempo fluyendo, señala la dirección. Además muestra nuestros límites a la hora de concebir o captar, allí donde acaba nuestra capacidad para distinguir.
  • Triangle illustration

  • En el cuadrado el tiempo está constreñido, es una representación de la simultaneidad. En el cuadrado los eventos se suceden en paralelo temporal, aunque con distinción de sí mismos. Las figuras cuadrangulares tienen algo de “actualidad”, de presentismo.
  • imagen de un Cuadrado

  • En el pentágono, hexágono, octógono, etc. Se va perdiendo progresivamente la visión concentrada de lo “presente” en favor de la “captación” de la totalidad circular. He aquí una relación sutil pero fundamental entre ver y concebir. Se va abriendo el movimiento temporal hacia la infinita quietud.*

Imagen de un Pentágono

* Existe aquí una dialéctica fundamental, puesto que cuanto más llenamos de pluralidades la realidad, más nos acercamos a formar una unidad.

  • El círculo es la contemplación de la eternidad en su completitud. Todo el tiempo está contenido en él, pero sin mostrar su movimiento. A su vez es contención y plenitud.
  • RadioDiametro

    Obviamente, estas figuras cerradas no acotan los significados temporales que podemos analizar en las formas geométricas, pero sirven de aproximación.

    El tiempo como colección de presentes

    La concepción habitual que poseemos del futuro o del pasado nos invita a pensarlos como presentes-pasados o como presentes-futuros, es decir, de una forma en la cual equiparamos toda temporalidad a un presente constante, lineal e igual a sí mismo en todos sus puntos.

    La fábrica de recuerdos, que es la memoria, nos ayuda a reconstruir dicha continuidad; a concebir que cada hecho que vivimos en el pasado, y por hipótesis que viviremos en el futuro, fue y será como una sucesión de presentes.

    A pesar de ello ¿Se pueden pensar el futuro o el pasado de otro modo que formados por presentes-pasados o presentes-futuros? ¿Qué existencia tendrían fuera de esta concepción?

    ¿No existe cierta idealización en pensar cada instante que “fue” como un presente “desplazado”? y por tanto ¿No deberíamos aceptar que los hechos del pasado ya no funcionan ni juegan en esa sucesión regular que le suponemos a nuestro presente?

    De modo parecido podemos hablar de los hechos del futuro, de los cuales presuponemos llegarán a nuestro presente y por ello los asumimos como presentes “en espera”. Sin embargo, no considero que los eventos del futuro estén “esperando a ser presentes”; ni siquiera es evidente que estén “esperando a ser”.

    Más bien parecería que los eventos del futuro y del pasado pertenecen a mundos ontológicos diferentes a nuestro mundo presente.

    Lo que yo diría es que el pasado sí que tiene existencia, pero que su existencia no tiene las mismas características que el presente. Ya que, en realidad, este último sería una excepción epistemológica y ontológica. Un cuello de botella para la realidad (el presente), forzado por la propia conciencia.

    Pensar el tiempo como una concatenación de “momentos presentes”, igualables entre sí, forma parte de nuestra tradición. Una que facilita la igualación de todos los momentos, una abstracción que permite poner en marcha el pensamiento “racional”. Un tiempo igualador, sin perspectivas, un tiempo plano.

    Abstracción que concibe el tiempo como una “línea” igual en todos sus puntos, línea que idealmente permanecería intacta.

    La temporalidad también podría concebirse como una explosión constante de la realidad, que genera casi-infinitas ondas de pasado desde un punto infinitesimal conocido como presente y cuya causa solo puede estar en el futuro.

    Desde la perspectiva que poseemos, como conciencias, todo pasado es un evento que entra en inflación, en aumento de distancia e indefinición. El pasado tiene características de gigantismo y acumulación de eternidad. El futuro se encuentra en la indeterminación de la pura posibilidad.

    Habitar el espacio, habitar el tiempo

    • El presente es la cercanía y la mutabilidad.
    • El pasado es la lejanía (lo inalcanzable) y la inmutabilidad.
    • ¿Dónde está el futuro?
    • Si el pasado sólo podemos verlo a “grandes rasgos”, en lo gigantesco, ¿podemos ver el futuro en lo infinitamente pequeño y cercano?
    • Del pasado sólo podemos conocer el gran rasgo, el gran gesto, ¿del futuro por tanto sólo podríamos conocer el ínfimo gesto, lo indefinido, indiferenciado y minúsculo?
    • En nuestra “concepción” del futuro se dan la mano lo mutable (movimiento) y la intra-cercanía (lo minúsculo)
    • ¿El futuro es por tanto una idealidad ontológica? ¿Una pura inexistencia?

    Podemos explicitar la relación entre la espacialidad y lo pasado-presente-futuro del siguiente modo:

    Para un observador cualquiera el espacio inmensamente grande (y alejado) constituye el pasado. Un pasado que se ha alejado de nosotros a la velocidad de la luz.

    El futuro es lo infinitesimalmente pequeño, inabarcable por insignificante. El enigma de lo que aún no ha germinado.

    El presente sería el espacio únicamente que podemos “habitar” de forma inmediata. Lo que alcanza mi mano y mi voluntad, eso es mi presente.