Sí descuidadamente posamos nuestra mirada sobre un tablero de ajedrez, en el cual no hubiésemos reparado previamente, tendríamos la ocasión de recrear un momento de captación-percepción interesante.
En un primer instante, las formas sólo se distinguirían por la variación de su color, unas son blancas y otras negras. Su oposición cromática, su diferencia, es la que las hace emerger a la existencia para nosotros.
Pero seguidamente, captamos también que hay una “sucesión” entre ellas. La alternancia cromática se ve, digamos, reforzada por una configuración geométrica que nos da una sucesión de formas. Una sucesión que nuestra conciencia ya puede entender y reproducir, de hecho, extendiéndola infinitamente fuera del propio tablero de ajedrez.
Esta captación de diferencia (alternancia cromática) y sucesión parece producirse gracias a que encontramos cuadros (formas) geométricamente iguales en diferentes dimensión para tener una sucesión ordenada. Una sucesión ordenada es, por lo tanto, una sucesión de iguales en las diferentes dimensiones espaciales, o bien temporales. Una repetibilidad de caracteres, formas etc.
Pero detengámonos, de nuevo, un momento en profundizar en lo que ha ocurrido en nuestra percepción fugaz de aquel tablero de ajedrez.
¿Las diferencias y distinciones que hemos captado entre las formas han dependido exclusivamente del sentido de la vista? Es decir, podemos resumir que habríamos captado unas manchas de color que serían diferenciadas gracias a su diferente longitud de onda.
Aun obviando la dificultad que supone definir adecuadamente ese “distinguir”, se vislumbra que si toda esta capacidad proviniese del sentido de la vista, la visión sería, en cierto modo, el origen de la geometría, y de él podrían provenir todas las nociones de la matemática.
Parecería una solución materialista, fisicalista quizás, decir que la visión es el origen de estas esencias o estructuras, pero es que además el “mirar” también podría tener una historia, y los propios ojos ser un sentido privilegiado por nuestra propia cultura.
De igual modo que los niños aprenden a “ver”. Podríamos haber aprendido a mirar y a ver aquello que vemos, en un proceso histórico ahora olvidado y del que únicamente nos queda su resultado actual.
Estaríamos hablando de una historicidad en la visión, una especie de metafísica histórica de la percepción. Pero que afectaría a las ciencias y saberes que hemos desarrollado a partir de ella.
No obstante la captación de formas, sucesiones y proporciones, no se deduce de forma evidente de una acumulación de manchas de color en la retina.
Se requieren unas estructuras esenciales que no se encuentran en las amplitudes de frecuencia de la luz (dado que este mismo concepto tiene un largo tratamiento histórico físico y matemático) ni en los datos “brutos” que llegan al ojo.
Estoy hablando de las formas, la simetría, la sucesión ordenada…
Estas últimas esencias también podrían existir independientes de este sentido de la vista. Esta preexistencia sería algo así como las ideas platónicas o las condiciones kantianas del conocimiento.
De modo que o bien la vista “proporciona” (da coherencia) a la realidad, o hemos aprendido a “proporcionar” (sería una capacidad históricamente desarrollada) o la “proporción” es el “sustrato” constitutivo del mundo, de tal modo que este empieza a existir cuando aquella aparece.
(Algo semejante ocurre con el ritmo en la música y con la experiencia del tiempo)