“La huida de la vida burguesa, del trabajo y la disciplina, ahogándose en una vorágine de “hippismo” festivo, acaba en una resaca como Don Quijote en su jaula: reconociendo la fea realidad como la única “real”.”
“–Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.”
Don Quijote de la Mancha, 2ª Parte, Capítulo 74
Cada generación repite el mismo drama con atuendos diferentes. En los días tempranos de la vida humana, todos comparten la conciencia de un futuro y una realidad que ya no satisface: la propia sociedad disciplinaria, y la tragedia inequívoca de que al final tendrán que entrar a ella sin remedio.
La huida de la vida burguesa, del trabajo y la disciplina, ahogándose en una vorágine de “hippismo” festivo, acaba en una resaca como Don Quijote en su jaula: reconociendo la fea realidad como la única “real”.
Este proceso se repite en las generaciones desde hace por lo menos cincuenta años. No es el eterno deseo juvenil de probar los límites, es una actitud estética y cultural que cubre desde finales de la 2ª Guerra Mundial la faz del mundo occidental.
Es probable que en una época neoliberal y de redes sociales, la fiesta dionisíaca se haya trocado en un “Gran Hermano” postmoderno donde lo virtual se convierte en un trasunto “naif” de la realidad y donde ese trágico despertar nunca se produce, lo cual, es si cabe, mayor tragedia.
La tragedia de Don Quijote no es su locura sino su lucidez. Una vez sanado el mismo ya no puede existir y deja el mundo vacío, desnudo y huérfano. El choque de lo caballeresco con el mundo explotaba en comedia, pero la ausencia de esos ideales implosiona en tragedia por que la risa estaba forzada por una realidad implacable que habíamos aprendido a aceptar.
¿Qué ocurre con aquellos que nunca quieren despertar? Son aquellos con los que el régimen disciplinario muestra más claramente su faz.
La sociedad disciplinaria suele tener dos soluciones para los “boderline” por así decir: una, digamos la conservadora, sería aumentar los métodos de control y disciplina o mejor dicho, su severidad. La otra, la progresista, conecta estos comportamientos a disfunciones médicas o psicológicas: cárcel u hospital.
Todos somos Don Quijotes disciplinados y deberíamos preguntarnos si reforzar aquello que nos produce malestar es la solución. La sociedad disciplinaria está en tela de juicio, y los pasos atrás en la historia no existen.