El yo abstracto es el observador ideal que emerge como una divinidad y asegura nuestras percepciones del mundo de modo objetivo.
Históricamente no es muy antiguo, sigue en el tiempo al modelo filosófico y literario del diálogo, donde dos o más yoes se sirven los unos a los otros de “yoes abstractos” para presentar situaciones ajenas a la percepción de un único yo o narrador.
La narración mítica o el cuento, desconocen el juego de los yoes. En ellos el súper-narrador es equivalente a una divinidad o fuerza natural. Conocerlo todo y verlo todo es la cualidad de lo divino.
El observador ideal, es por tanto, el refinamiento de la visión ideal que posee la divinidad. El yo abstracto es la “imagen”, quizás la ideación de nosotros mismos, observados y siendo el observador ideal al mismo tiempo.
La objetividad es, de ese modo, hija secreta y no reconocida de la divinidad y del mito.
Posteriormente el yo abstracto lo hemos interiorizado, convirtiéndonos en deidades a nosotros mismos, entes capaces de generar una objetividad. El sujeto cognoscente de la razón occidental tiene algo (mucho) de ello.
Es un yo privilegiado, extraído de nuestra propia narrativa, una novedad histórica y revolucionaria que apuntala nuestro deseo de obtener la objetividad del mundo.