El tiempo como consumación de la esencialidad

El tiempo podría ser exclusivamente la consumación de la esencialidad de la realidad. Es decir, la realidad cumple su propia esencia, a la cual tendríamos que esperar a su completa consumación para poder captar del todo, y esa transformación esencialista sería nuestra percepción del tiempo, donde el movimiento sería un tipo de cambio ilusorio, creado por nuestra posición en el propio proceso de la esencialidad.

Consumar la esencia es desenvolver todas las formas y realizaciones infinitas que el ser posee en sí.

Desde esta perspectiva tanto el tiempo como el espacio son en cierto modo ilusorios y los cambios no tendrían que ver con la espacialidad, ya que todo espacio geométrico sería un simple “momentum” de la esencialidad y no sería la clave explicativa de cualquier evento.

¿Cómo se podría construir una ciencia sin geometría, tiempo y en cierto modo causalidad?

De este modo unos dados lanzados numerosas veces serían un caso ilusorio de azar y de movimiento azaroso.

En algún momento he llegado a considerar que el azar sería otra forma de determinismo en el cual el resultado “siempre” sería incierto. Es decir un caso dado el cual siempre estaría “determinado” a tener un resultado “incierto”.

De lo dicho se puede seguir que el indeterminismo sería la consecuencia del tratamiento mecanicista de la naturaleza/realidad y que esta también podría concebirse, como hipótesis, como “voluntarista”.

El cumplimiento de la propia esencia, en su devenir, es nuestro aparente “tiempo”. Por lo tanto ¿el movimiento y el espacio son ficciones?

Pero en cierto modo ¿No estaría la esencia ya consumada? ¿Cómo podemos contemplar ese espectáculo? ¿Qué necesidad alberga el “ser” de tener que desenvolverse? ¿Por qué no está ya macizo y acabado? ¿O lo está realmente? ¿Es en el fondo un milagro pertenecer a esa faceta del ser que puede percibir su desenvolvimiento?

Pertenecemos a esa parte del ser que puede presenciar por esencia el devenir, esto se ha considerado a menudo como una imperfección, pero seguramente constituya una de nuestras mayores perfecciones y capacidades.

Los seres vivos somos, por tanto, testigos y partícipes de la danza del desenvolvimiento de la esencia.

Vivir en el infierno

Vivir en el infierno es no ser una entidad completa y placentera, es vivir en la inestabilidad de esperar unirte a otras unidades o entidades.

De perderse en la otredad, o bien, en una indeterminación donde nunca se conciba el orden; donde nuestra íntima voluntad nunca sea señora de la ordenación de los conceptos.

El demonio es la metáfora de la ruptura de la transparencia de nuestro ser. La telaraña del caos, de una indeterminación que priva a nuestra voluntad del autodominio de su energía.

Vivir en mil cosas sin centro, ni orden, ni capacidad de interrelacionalidad. El “Yo” puede no tener una única y exclusiva disposición, pero necesita reconocerse en su infinita variabilidad. Necesita de la transparencia para poder jugar.

Los otros. Es la desazón de ser atacado por lo externo y el deseo secreto de unirte y disolverte en lo otro: no poder ser un yo en equilibrio.

Y aunque un yo auténtico está unido con el todo, el infierno es la separación de la unidad por otros seres humanos: “ser otros” de forma violentada. La violentación de nuestra unidad. Los diablos y demonios “encarnan” de modo metafórico o real tal personalización.

Vivir en el infierno es sentir límites infranqueables en el propio interior de uno mismo. O bien la dolorosa ruptura de nuestras potencias. Hasta cuando soñamos generamos una proyección de exterioridad y otra de interioridad y unidad.

La datificación de la realidad

En profundidad semántica, la realidad se reduce produciendo datos, que tras su generación sigue luego su ciclo convirtiéndose en realidad.

El Estado, inventor de la “estadística”, se ve desbordado por su criatura. Si en un principio fue el objetivo describir el mundo a través de sus datos; dos o tres siglos después son los datos los que generan el mundo.

Esta dialéctica nos embarca en un círculo vicioso en el cual tenemos que estudiar el mundo y la realidad a través de datos, pero son los propios datos que en un sentido primario, son la materia prima a estudiar.

Del acercamiento “estadístico” a la realidad hasta los big data hay unos breves siglos de marcación y mejora en el fijamiento y tratamiento de los datos.

Cuando se acumulan tantos “signos” de la realidad, se corre el riesgo evidente e inocente de confundir la moneda con el cobre del que está hecha. Se olvida el salto epistemológico que se dio en cada enmarcamiento de la realidad cuando esta se datificó.

Si añadimos la cuantificación de muchos de estos “datos” y sus aplicaciones matemáticas obtenemos una realidad “ecuacionable” (de ecuación) y “aparentemente” dominable mediante su equilibración o desequilibración como si de un sistema físico se tratase.

La primera consecuencia de esta dialéctica epocal es evidente: Aquello que no es datificable es borrado, no existe, ni puede existir.

La primera táctica de lucha contra esta datificación que podríamos remontar a Ur, sería difuminar la evidencia de los “signos” y su pretendida “entidad”.

La gran caída

La gran caída tuvo lugar cuando perdimos la unión con nuestro derredor. Cuando mirados por el otro; la mirada de Dios, nos expulsó del paraíso, y la naturaleza entornó sus ojos.

El monoteísmo nos expulsó. La severa voz nos dio un nombre, uno que solo el único Dios reconocía… y nos hacía suyo.

El resto del mundo natural había quedado descolgado, relegado y castrado de nuestra esencia. Ya no se oían más voces, todas quedaron ahogadas: la polifonía dejó de sentirse.

Se abre la puerta para que sean otros seres humanos, exclusivamente, los que nos nominalicen, nos interpelen y en definitiva nos dominen. El ser humano dominado por el ser humano.

La era sombría. Se instaura el “derecho” de que unos seres humanos nombren, dirijan y dominen a otros seres humanos, en nombre de una “humanización” novedosa, la de Dios.

Entrega y recepción estética en Internet

La idea que ronda nuestro universo tecnológico y cultural como posibilidad; y que podría resumirse del siguiente modo: “todos podemos ser artistas” ha asustado por igual tanto a profesionales del arte como a empresarios. Sin embargo, con el desarrollo técnico de las herramientas, se ha podido y sigue pudiéndose convertir en algo más que una simple posibilidad.

Pero, la facilidad para la realización de la obra estética a través de las tecnologías informáticas y la facilidad para su reproducción en Internet no han traído consigo ni un florecimiento del arte, ni del intercambio de ideas, ni el nacimiento de estéticas diversas.

La imposición de un modelo de competencia y no de colaboración, ha permitido la neutralización de un caldo masivo de creación y recepción, en el cual creadores y consumidores se confundieran.

La mercantilización se ha llevado por delante las ideas “creative commons” arrinconándolas en una marginalidad, que además, por arte y gracia de la lógica de mercado, llena un hueco o nicho mínimo para aquellos que desean huir de las rígidas normas de la propiedad intelectual.

En el caso de la música han crecido numerosas plataformas que explotan las obras artísticas vendiendo sus derechos de uso a bajo coste para proyectos audiovisuales. Los creadores forman así una bolsa de mano obra creativa dócil y siempre fértil. Estos creadores que están en una continua tensión entre lo profesional y lo amateur, son domesticados y normalizados en estos sistemas, a cambio de una nueva promesa de fama y dinero.

El capitalismo tiende a la acumulación, tiende a generar un “embudo” conceptual, necesita de un orden de jerarquías que facilite el dominio y facilite la propiedad privada.

En el caso concreto de la música, si se da una masiva acumulación de obras, como la que se ha producido en Internet, se provoca la “posibilidad” inédita de un acceso masivo y desordenado a la creación. Para la industria esta acumulación de obras es excesiva e inmanejable.

Para crear una jerarquía utilizable éstas obras han de seleccionarse (y venderse) a través de “personalidades” que generen empatía e identificación.

Ciertamente toda la Música Pop desde la mitad del siglo XX ha jugado el rol de la identificación generacional, donde la autoafirmación a través del artista-músico era la piedra filosofal de cualquier éxito discográfico.

En nuestro momento histórico es más sencillo saltar desde la fama a cualquier arte que desde cualquier disciplina artística hacia la fama. No se me mal interprete, ni si quiera es una crítica. Lo que significa esto, en mi opinión, es un traslado del sentido de lo estético: al no poder democratizarse lo artístico a través de una estética participativa, solo queda la valoración carismática del “creador”.

Cuando la estética se vuelve tan diversa los receptores se sienten incapaces de juzgar la “calidad” de una obra, y se ven abocados a apelar al recurso a la autoridad (¿Quien la ha hecho?) para poder juzgarla.

Lo que estaba en juego ante la posibilidad de una proliferación incesante de obras era la facultad de ordenarlas jerárquicamente y en definitiva de sacar capital de su uso. Además de evitar la indiferenciación entre música buena y mala, profesional o amateur.

Por cierto, no sería ya ninguna locura que como derecho social básico se contase con el de poseer una dirección electrónica personal gratuita y no dejar toda la gestión y posesión a las empresas privadas y al control gubernamental.

¿Qué es el tiempo? La diferencia y la proporcionalidad

El tiempo es la “aparición” de la diferencia, la plena igualdad es por tanto la ausencia de tiempo. Sin diferencia de lugar (geometría) ni de cualidad no existe el tiempo. Ni en un sentido lógico ni para nuestra percepción.

Pero la simple diferencia no es suficiente para hacer “emerger” la temporalidad, se necesita de otro elemento: la proporcionalidad. Y esta surge de una simple intuición, que se convierte así en un modo de conocimiento esencial. La simple intuición liberada de recursos culturizados de todo tipo nos permite acceder a fenómenos esenciales de la captación de nuestra realidad.

Pero la intuición de la proporcionalidad es previa a cualquier conocimiento formado.

Por ejemplo, al escuchar una melodía musical, tenemos la plena percepción de una proporcionalidad. No sólo en la sucesión ordenada y “a tiempo” de cada nota, sino también en su armonía (proporción en las vibraciones del aire, es decir, los tonos musicales).

Este orden intuitivamente captado, no se debe, y esta es mi hipótesis, a que tengamos en nuestras capacidades perceptivas algo así como un metrónomo interior, ni una regla perfecta para medir proporciones. Sino se debe a que la “proporción misma” inexistente a priori crea la propia realidad dándole entidad y haciéndola emerger.

La experiencia de la propia melodía musical es la experiencia del propio tiempo, el goce que experimentamos con ella es el goce de “sentir” el tiempo en su discurrir, tener la experiencia de la temporalidad es lo que nos proporciona el goce estético. Tener conciencia del propio tiempo: ese sería el placer de la música.

Porque de otra manera tendríamos que recorrer un camino “culturizado” para explicar por qué “entendemos” instantáneamente que unos sonidos están en orden según una sucesión temporal exacta, y que además los sonidos en el aire vibran en proporciones concretas y exactas, las armonías.

Todo ello tendría que “analizarlo” el cerebro al instante y estamos, al fin, trasladando la analogía de una calculadora a nuestra conciencia, como si en primer lugar hubiera existido la calculadora y después la conciencia. Como si en esencia fuésemos un complicado computador.

Pero al final ¿por qué iba a ser especial o gozosa la experiencia de haber realizado todos esos cálculos para el cerebro? ¿No es más sencillo y elegante admitir que la experiencia de una música en nuestra conciencia es independiente de esos cálculos, más primaria y esencial, que no los necesita y es independiente a ellos?

La aparición de la proporcionalidad ¿Da inteligibilidad a lo real? ¿Intensidad? Lo que intento decir es que la experiencia de la proporcionalidad es anterior e independiente de su propia constatación, y en el caso del tiempo tenemos acceso a su experiencia a través de ella, luego ¿a la experiencia del espacio tenemos acceso a través de la proporcionalidad geométrica?

Hemos desarrollado la geometría o construido máquinas calculadoras para realizar aquello que la conciencia “intuye” en la realidad desde el comienzo. Las máquinas han de actuar en la materia igual que nuestro cuerpo, pero imitan “intuiciones” (las llamo así a falta de otro nombre mejor), que posee la conciencia de sí.

Si la simple sucesión auditiva de un ritmo nos hace “emerger” el tiempo, ¿qué otras sucesiones o formas nos abrirán otras dimensiones de la realidad?

En definitiva, lo que digo por ejemplo, es que antes de la propia geometría no existía el espacio. Pero a la vez, la conciencia no necesitaba de ella para percibir, por ejemplo, una forma física armónica o la igualdad en sus proporciones.

Al igual que en una alucinación visual, la realidad nos muestra su infinita variedad de proporciones luces, colores y formas en un baile sin fin. Al oído también se le pueden dar esas sensaciones auditivas de proporcionalidades infinitas a través de una construcción de música experimental, electrónica y hasta cierto punto armónica.

Ambas experiencias nos descubren la conformación de la realidad a través de su proporcionalidad infinita.

Con el tacto, con los dedos, también se puede percibir la proporcionalidad y la sucesión, tocando una fila ordenada de cosas con los ojos cerrados, en orden, podemos tener esa misma percepción de proporción y también de sucesión, sin necesidad de usar la vista, ni el oído. Tener acceso a cristalización de la diferencia y la proporcionalidad, es decir, del tiempo.

No obstante la cognoscibilidad de lo real parece ir de la mano de cierta posibilidad de la visión, en cierto modo lo infinito no se conoce por que no se puede “ver”, “abarcar” en nuestro conocimiento como “visión”.

Lo cognoscible es lo abarcable, lo que nos hace confiar en nuestra capacidades de conocimiento es la idea de que siempre podemos “reducir” la totalidad del ser de tal manera que la volvamos “abarcable” para nuestro entendimiento, incluso para nuestra vista.