El arte en la modernidad

Cuando la modernidad le puso “límites” al uso de la razón y con ello al uso y valor de la imaginación misma (imago-imagen), el arte dejó de ser una forma de conocimiento. Una forma fuerte de decir verdad.

Todo lo que quedó fuera de esa esclusa que delimitaba el buen uso del mal uso de la razón, se llamó arte, metafísica (en un sentido peyorativo) poesía, etc… Un auténtico cajón desastre en el que arremolinar ideas inoportunas.

Fue también el tiempo de la locura, con la que el arte comenzó a relacionarse de forma casi inédita. El arte ya no ordena el mundo, sino antes bien, lo sume en el caos. Es primo y pariente de otro próximo “descubrimiento” de la modernidad, lo subconsciente, lo irracional…

Hay por tanto un nuevo espacio de discurso, de acción y de verdad. Un océano al que se entrega con placer el Romanticismo, pagando un alto precio por su inmersión en lo sublime: la desconexión de lo que se había vuelto “real”. La otra cara de la moneda ontológica de la realidad moderna. Positivismo o irracionalidad.

Ocupando el arte, así, este nuevo espacio en la episteme moderna, un lugar “desplazado” del que tuvo: una posición que ya no representa verdad.

Liberación de la naturaleza

Es propio de la Modernidad el instinto de liberación de la naturaleza. Un instinto lícito, que se puede ver con claridad en Nietzsche, para el cual Dios formaría parte de esta rémora del pasado. En cierto modo Dios sería el “representante racionalizado” de esa misma naturaleza. Naturalismo dieciochesco, Positivismo decimonónico…

Ese instinto moderno sería otro paso más en este “proceso de individuación” que nos ha hecho los sujetos que somos actualmente. ¿Pero realmente es posible tal separación? ¿Tiene algún sentido esa ruptura con una exterioridad que fuese lo natural?

He hablado de esa individuación en “la mirada del otro”, de la posibilidad de que fuera ese mundo natural el que nos miró en primer lugar. Siempre teniendo en cuenta que cuando lo nombramos desde nuestro presente, ya nos estamos refiriendo a algo que ya está objetualizado de cierta forma histórica.

Decía Nietzsche que los hombres se hastiaron de la “mirada inquisidora de Dios”. Siguiendo esta idea se podría reconstruir una precaria historia de cómo miramos el mundo y cómo él nos devuelve, a cambio, nuestra propia identidad:

1. El cielo, la tierra, el océano nos miran: los dioses (antiguos) nos miran. Dicho de otro modo, las fuerzas naturalizadas nos miran: la naturaleza nos crea.

2. Dios (el dios padre y creador: Júpiter, Yahvé, la tercera generación de dioses) nos mira: Dios nos crea.

3. Nos mira y miramos a un mundo que ha quedado árido de significados: ¿Queremos? ¿Necesitamos re-crear el mundo?

Desobedecer a la razón

La razón griega y su mitología incluyen escasos ejercicios de desobediencia explícita. Su universo se movía en un telos que todo lo podía y lo tejía. Los personajes épicos no osan ni pensar en ella.

En las cosmologías y guerras de generaciones de dioses aparecen numerosas diputas, como las de Prometeo, que es un Titán, no un humano, y paga un alto precio por su incumplimiento.

La razón es hija de esta totalidad telúrica, es como una asfixia donde no hay lugar a la pregunta del desobedecer, la razón dicta lo que hay, no hay nada fuera de ella.

Procede de una necesidad, incluso de una voluntad de la propia razón de imponerse a sí misma como un límite. Límite que no se puede rebasar.

Por otra parte siempre existe una confusión entre la deidad como “fuerza” natural y la razón como ley universal que rige las fuerzas. En ambas intuiciones existe una voluntad de absolutizar, se me dirá quizás que es la realidad la que se muestra así de absoluta e inflexible.

Entre voluntad divina y ley natural existe una indistinción que se pierde en el albor del tiempo y que solo hasta cierto punto es equivalente. Pareciera que la ética dependa de una voluntad divina en términos de posibilidad de acción u oposición, mientras que una fuerza natural no deja lugar a “un buen actuar”: se le acata o se le maldice.

En este sentido, es como si el Cristianismo hubiese introducido la idea de obediencia con mayor plenitud, tomada como algo sustancial a la existencia cósmica. Generando, por otro lado, la idea diabólica de la desobediencia. Procedente, seguramente, de las diferentes sagas babilónicas, tradiciones hebreas y de Medio Oriente.

Se puede desobedecer a Dios, a cambio eso sí, de la condenación y el castigo, pero igualmente y por analogía se puede desobedecer al padre o al rey. Más sin embargo, ¿se puede desobedecer a la razón?

La luz y la visión

La luz es física, pero también es metafísica, muestra los engaños de nuestra “percepciones” ontológicas sobre el espacio y el tiempo, la distancia y la extensión. La visión, por su parte, es un proceso en el cual cierto sustrato de lo cognoscible muestra algo de su esquiva faz.

Todo está invertido

El cerebro gira la “imagen” que la luz lleva a nuestros ojos. De modo que la “realidad” se muestra a sí misma como lo que nosotros entenderíamos como cabeza-abajo (como ocurre en una cámara oscura). Algo que somos incapaces de concebir de ninguna manera, lo cual muestra algo esencial que se nos escapa.

La vida ha evolucionado con este “truco” desde hace tanto, que es inimaginable para nosotros el estado contrario. Uno se podría preguntar por la necesidad de semejante “truco”, seguramente se nos respondería con algún tipo de respuesta ad hoc como que resulta de alguna ventaja adaptativa, etc.

“Sabemos” que la tierra está debajo de nuestros pies y el cielo encima de nuestra cabeza, pero la luz se empeña en mostrarnos las cosas de otro modo y es nuestro intelecto el que tiene que actuar para devolver ¿el orden?

Kepler: “el alma endereza la imagen”

La simple idea de que la realidad realmente esté configurada con el cielo del planeta Tierra donde ahora vemos nuestros pies pero, que nuestra cabeza sigue estando “arriba”, es una aberración inconcebible. Apenas podemos hacernos una representación visual de esa descripción de la realidad. Parece que no lo podemos concebir porque hay una serie de sentidos que nos mandan percepciones contradictorias al respecto: la sensación auditiva y de equilibrio con la información lumínica. Al final nuestra percepción habitual de la realidad parece un “arreglo”, un acuerdo o negociación entre varias posibilidades.

Imaginar esta situación inimaginable nos depararía un dolor de cabeza, pero el hecho de ser inasible a los sentidos no es prueba en contra suya. Más bien puede servir de cierta refutación de los sentidos.

Y este es solo un comienzo de lo misterioso e inexplicado hasta ahora de la luz y su funcionamiento en nosotros. La ciencia ha prescindido de estos problemas, seguramente por ser demasiado especulativos, y no tener un encaje claro en una visión positivista y operacional. En cierto sentido no interfiere ni en una interpretación de la luz para la física ni en una interpretación fisiológica de la visión. ¿Por qué habría que prestarle, por tanto, atención?

La luz creadora del espacio

La luz viaja “abriendo espacios” y sin embargo somos nosotros los que creamos la sensación de distancia entre las cosas, es posible que en la “realidad en sí” todo esté amontonado y junto, lo más cercano junto con las constelaciones increíblemente lejanas.

Ese “abrir espacios” de la luz puede ser el origen de nuestra percepción de espacio y en consecuencia de nuestra propia intuición de espacio. Sin embargo, no es menos cierto que la intuición espacial está también íntimamente relacionada con la del tiempo, con la diferencia y con la proporcionalidad.

La luz crea la realidad, y además es lo que “siempre” no está, pues cuando ha llegado ya se ha ido y sin embargo está en todas partes, llenando gigantescas extensiones, que desafían el concepto de extensión y de propia existencia. ¿En qué sentido existe algo que no estando nunca (por estar en un movimiento perpetuo y rapidísimo) está ocupando todas las extensiones del espacio?

¿Pasará lo mismo con el tiempo? ¿Estarán todos los sucesos amontonados ya? ¿Es nuestra percepción la que genera la sucesión temporal? ¿Qué pasaría entonces con la causalidad de los hechos y su sucesión? Para la luz no existe el tiempo, ¿No existe por tanto el espacio tampoco?

La cuestión de la perspectiva

La perspectiva visual nos muestra como los objetos visuales se alinean en un cono que va cerrando su radio hacia un grado cero en su punto más lejano.

Para mí es un misterio que se produzca este efecto, ¿Por qué se organiza la realidad de tal forma “ante” nosotros? ¿Es provocado por el sujeto?, o bien ¿sigue la realidad la geometría más simple por que equivale al mínimo esfuerzo para el mundo material?

¿Es realmente algo auto-evidente que los objetos se vuelvan de menor tamaño con la distancia? ¿Por qué no nos aparece todo “amontonado” sin espacio entre sí? ¿Creamos nosotros el espacio? ¿Tiene que ser necesariamente así?

En el fondo la idea proviene de una hipótesis y genera una duda.

Hipótesis: los rayos de luz llegan al ojo en línea recta, o bien sólo captamos los rayos de luz que llegan en línea recta.

Duda: ¿Por qué no captamos los rayos, la información, etcétera, que no nos llega en línea recta?

¿Si pudiéramos ver la totalidad que nos rodea en un giro sobre nosotros mismos formaríamos la gran esfera del ser? Si es así, ¿Somos nosotros el centro de esa gran esfera? O ¿Somos nosotros los visionadores de la gran esfera del ser como ocurre con la intuición intelectual del todo?

¿Funciona la visión y la luz como un espejo “invertido” de la realidad de la conciencia? O bien ¿el sujeto crea el orden y las proporcionalidades como crea la perspectiva? ¿Cómo pueden coincidir el visionar y el conocer sino es por que parten de la misma estructura?

Porque el conocer no es solo conocer la causa de algo, sino su devenir, y para ello se necesita de la perspectiva que la capte.

La gran esfera del ser es, aparentemente, una visión ideal, ya que habría que salir de toda la realidad para poder verla, para una conciencia “inmersa” en la realidad la imagen más exacta sería la de un “gran anillo del ser”, que le rodease de este modo.

La luz como información o mensaje

Pero, si como suponemos, un objeto emite luz en todas las direcciones y en todas las dimensiones del espacio ¿Cómo hacemos para “eliminar” todas aquellas que no son importantes para nuestro campo de visión? ¿Cómo discrimina nuestro cerebro? ¿Crea él nuestra percepción visual dentro de este caos de emisiones?

¿Cómo nos llega el mensaje?

¿Cómo una estrella a millones de años luz emitiendo en las tres dimensiones del espacio nos proporciona solamente la información/emisión de un tamaño minúsculo cuando la emisión debe haber crecido por el espacio a un tamaño descomunal?

¿Qué parte de esa emisión llega a nuestros ojos? Una parte ínfima, insignificante y, sin embargo, contiene toda la “información” necesaria para hacernos una “idea” de toda la estrella. ¿Qué naturaleza tiene esa “información”?

Una estrella lejana no deberíamos verla como un objeto brillante ínfimo sino como una inmensidad de luz (quizá tenue) junto a otros millones iguales, eliminando esa sensación de espacio vacío. No obstante los instrumentos ópticos tienen que ser “dirigidos” rectilíneamente hacia el objeto celeste en cuestión para captar sus emisiones y discriminar, por ejemplo, su composición atómica.

Entonces, ¿Hacemos una selección de lo que vemos? ¿Concentramos esos rayos lineales como un cono hacia nuestros ojos? ¿Se concentran ellos al saber que hay un “ojo”, un “tragador de luz?

Por otra parte, una simple cámara fotográfica parece realizar la misma selección, la imagen se forma independiente de nuestra conciencia, eso aparentemente.

No obstante, ¿No podría realizar nuestra conciencia la misma discriminación ante una fotografía que ante la propia realidad directa? Esto implicaría que en una fotografía no estaría lo que nos parece que está sino algo muy distinto, pero que los seres humamos hemos aprendido a discriminar. ¿Qué hay en una fotografía si nadie la está mirando?

La cámara oscura, fundamento de la cámara fotográfica es también una forma de “concentrador” de la luz.

Lo que parece que quiero decir es que tanto el cono de visión como la propia perspectiva son “creadas”, o son constitutivas del sujeto que visiona, pero no necesariamente forman parte de la realidad en sí.

Lo que todo esto puede implicar es que lo que realizamos con la luz y la visión es una forma analógica de lo que realizamos con la conciencia y con la realidad. Al igual que con la luz “desplegamos” el espacio, nuestra conciencia despliega el tiempo y la causalidad, de una realidad “bruta” que estaría naturalmente plegada sobres sí misma.

La metáfora de la conciencia como un ojo interior tendría su sentido aquí: ya que la experiencia de la luz nos ha enseñado a generar la percepción del espacio.

Siguiendo este funcionamiento para un ojo, (conciencia) el todo, es una esfera que podría ser abarcable potencialmente ya que el ojo/conciencia actúa como un “embudo”/cono total para toda la realidad que se presentaría ante él como una inmensa esfera.

Sin embargo, nuestra conciencia es un cono-conciencia y aplica a la realidad la siguiente configuración:

Para un observador cualquiera el espacio inmensamente grande (y alejado) constituye el pasado. El futuro es lo infinitesimalmente pequeño, inabarcable por insignificancia.

El presente sería el espacio únicamente que podemos “habitar” de forma inmediata. El cono espacio-temporal. También podríamos hablar del cono de la intelección. Que solo se forma donde el cono de nuestro “habitar” le permite.

Una aproximación geométrica de la luz y la visión

  1. Cada punto de emisión lumínica emite innumerables rayos, fotones, etc… en todas las direcciones posibles por la geometría y la propia superficie física.
  2. El ojo, el cerebro, “interpreta” cada uno de esos “enfoques” direccionales emitidos y recibidos.
  3. De modo que aplicado al ejemplo de la estrella que se encuentra a millones de años luz, la luz que llega a nuestro ojo se reconstruye una diminuta esfera, ya que “sólo” percibimos, interpretamos aquellas, ondas, partículas que tienen, siguen la angularidad rectilínea que coincide con la de nuestro propio ojo y posición.
  4. Todo el resto de energía luminosa, (cuasi infinitos rayos) en todas direcciones son ignorados, borrados.
  5. Por lo tanto, es como si las ondas, partículas luminosas fueran como flechas: activan en el ojo mucha información si lo alcanzan en línea recta (con la punta diríamos), perdiendo información si no te alcanzan así.
  6. Luego ¿Qué ocurre con las ondas, partículas que no nos alcanzan en línea recta pero que están muy cerca de nosotros? ¿Por qué no percibimos nada de ellas?
  7. ¿Por qué no vemos el “envés” de los objetos, su emulsión de ondas, partículas hacia el lado contrario?
  8. ¿O bien es que la visión es una especie de fenómeno cuántico, de tal modo que es el ojo y su presencia la que desata la emisión hacia sí?
  9. ¿El otro lado que no vemos de los objetos en realidad existe como emisión?
  10. Objeción: si colocamos una cámara de grabación en la parte “envés” del objeto que yo no veo, en ese instante la cámara sí que capta dichas emisiones.
  11. Entonces ¿Solo se pueden interpretar, “ver” las emisiones que nos llegan en línea recta o se pueden interpretar todas? Es decir ¿podemos ver lo que no está en nuestro ángulo?
  12. En definitiva ¿Por qué solo podemos colapsar la realidad en línea recta? ¿No podemos interpretar las emisiones “curvando” el ángulo para ver allí donde no podemos

Una precaria conclusión

La visión es una conformación intelectual, no depende exclusivamente de la luz o del ojo. En definitiva ver es mucho más que absorber radicaciones fotónicas.

Pero a la vez, la luz es uno de los elementos reveladores de esa configuración intelectual. Tiene un cierto privilegio, el de mostrar cierta conformación intelectual y de la propia conciencia.

Por otro lado, la cámara oscura es una forma de “doble rendija”. Con un solo agujero se forma la imagen, con dos sólo entra “luz”. Es como si la realidad solo se configurase (la imagen) y su espacialidad ante un cono de visión. Permaneciendo amorfa o informe cuando no hay “concentración” sino dispersión. Al igual que nuestro “cono de intelección”, que solo se forma donde el cono de nuestro “habitar” le permite.

El neolítico descubrió el tiempo

Los seres humanos somos los grandes imitadores del reino animal. Imitar es nuestra gran singularidad, llevada hasta extremos impensables. Esa y no otra puede ser nuestra gran diferencia con el resto de animales, poco se ha incidido en ello.

Probablemente sea aquello que más nos distingue. Ni una supuesta inteligencia, ni una exclusiva creatividad: la imitación por no saber lo que se es.

El ser humano no sabe lo que es y se define a partir de lo otro. Hemos llegado a ser humanos imitando primero a los animales y luego a los astros.

Del mundo animal y vegetal lo hemos tomado todo, la propia cultura humana sería inconcebible sin esa fusión. Antes de ser “hombres” fuimos uros, caballos, monos, leones…

En las narraciones orales que a pesar de todo perduran, los seres humanos son al menos en su mitad animales. De ellos se aprendieron, es decir, se tomaron valores y nociones; el valor y el baile, son el león y los pájaros.

Caperucita roja es devorada por un animal sagrado tras penetrar en la frondosidad natural. Estos cuentos pueden ser como voces de una sociedad paleolítica.

Antes que la filosofía o la ciencia aparecieran como relato, el cuento era la forma de conocimiento fundamental. El relato iniciaba el tiempo y le daba un final esencial. Posee ya en sí los modos fundamentales de la razón.

Sin embargo la temporalidad que pone en marcha es de naturaleza distinta a la que hoy poseemos. Nuestra temporalidad fue obra del Neolítico. El neolítico descubrió el tiempo.

Los primeros relojes solares son neolíticos. Se comienza a contar el tiempo. El tiempo como sucesión de regularidades. Aparece el mundo de la objetividad, de la extensión. Comienza también el mundo de la individualidad, de la mirada del otro.

Lo intuitivo y el infinito

¿Puede existir un conocimiento basado en la intuición? Se perfectamente que la palabra tiene una connotación que la une a cierta sensación infantil, o no desarrollada, o no científica, o no racional, aquello contra lo que abominan los filósofos desde hace milenios.

Si imaginamos una combinación ganadora para cualquier lotería próxima, la apuntamos cuidadosamente en un papel y luego llegado el sorteo esta se cumpliese ¿Tendríamos que afirmar que tuvimos un “conocimiento” intuitivo de una “realidad”? Una realidad que era imposible que yo dedujera. ¿O esto no puede suceder? Aceptemos que puede suceder pues.

Unos pensarán, que yo nunca “supe” nada. Ya que una idea en mi mente (una combinación de números en este caso) nunca es verdadera ni falsa, es decir, no hay prueba de que tenga “relación” con el mundo. Esta será la salida empirista.

Otros pensarán que esa idea en mi mente es en cierto modo “contingente”, es decir, no se deriva de una necesidad lógica o metafísica. Es, por tanto, una idea gratuita, insustancial, sin relación con la estructura de la realidad. La salida racionalista, quizás esencialista.

Pero la paradoja sigue tozuda, es posible escribir una serie de números y que estos sean realmente los que correspondan con un sorteo. Puede suceder.

Acudamos ahora a la teoría de la probabilidad, convirtámoslo en una cuestión de probabilidad. No obstante, que algo suceda menos frecuentemente no lo hace “menos real”. Y en cierto modo tampoco menos sustancial.

El cálculo o estimación de la probabilidad de “algo”, en su versión más habitual, requiere de la asunción no comprobable de que una serie de eventos “similares” (en nuestro caso sorteos) se repetirán infinitamente. De esto nunca tendremos una prueba directa, sólo podemos confiar en que la realidad se comporte del modo racional que esperamos.

Por otro lado, si no acertáramos, lo más probable, seguiría siendo una intuición válida del universo posible e infinito que se daría si los sorteos de lotería se siguiesen produciendo de manera periódica e infinita. Es decir, en algún lugar de los infinitos sorteos, mi combinación imaginada, será la ganadora.

Miremos ahora otra situación, si quiero negar mi influencia en una tirada del Tarot, en las cartas que selecciono, o en su concreta aparición; en última instancia tendría que hacer infinitos lanzamientos, de los que tomase nota, hasta “darme cuenta” de que todas las cartas aparecen el mismo número de veces. Así comprobaría que ese azar se ha vuelto “racional” e independiente de mí.

Esperar al infinito para que ocurra el milagro de que lo racional se vuelva empírico… Solo en lo infinito lo racional se hace/hará empírico.

En definitiva, no tengo una base sólida para negar que pueda existir esa influencia sobre las cartas, salvo mis creencias culturales, educación, etc. Tampoco la tengo para afirmar tal influencia. La situación no pinta muy bien por lo tanto.

La animadversión a “lo intuitivo” no es tanto por su ausencia de lógica o verdad demostrable, es por lo difícil que resulta generar un método con ella, su rebeldía a la metodología. A la repetición, puede que al mismo logos, pero a la vez está en la raíz de todo logos.

Un método intuitivo atacaría la infinitud de posibilidades viajando por ellas y no necesitaría del aparataje lógico deductivo ¿Es posible tal método de conocimiento?