The logic of consumption

“The human being needs to pay for his own existence, it is an indeterminate and contracted debt before birth, a religious debt that the liberals rationalized and generalized to the entire face of the Earth.”

Consumption structures a “geography”, and defines the mode of use of each space and place. It generates hierarchies of use and strives for the constant construction of managed spheres, necessary for the functioning of work and of itself.

Work needs a disciplinary space, but one would almost say that consumption requires it even more, the modern consumer is meek enough not to “take” what he cannot afford, but willing enough not to stop consuming. Between “meekness” and “incitement to desire” moves our “managed” society.

There are many other geographies inherited from other times. Humanity vehemently drags its past that is installed in the present in molded and conflicting strata. The new historical forces shape the previous ones without being able, many times, to extinguish them. Capitalism has needed the invaluable inheritance of previous phases: property, although transformed, the primacy of man, are elements on which our current reality rises and without which it would be inconceivable.

Marxism in the background what promises is that this logic will end up crushing and flattening the rest of the forces that humanity has managed so far, hierarchies, etc. But is this true? Is the logic of the market equating all the vital human spheres?

The logic of consumption surrounds us, she directs the vital movements in the public space. Freedom is equivalent to the purchasing capacity with which it is matched. Freedom in its simplest sense: of possibility. The very possibility of our acts must agree with it. The advertising metaphor of a world in continuous movement is the ironic staging of the constant exchange of capital. Mediator of every vital act and of every possibility of action.

It seems that an old debt contracted by humanity with the divinity that gave it shelter arises here. The human being needs to “pay” for his own existence, it is an indeterminate debt and contracted before birth, a religious debt that the liberals rationalize and generalize to the entire face of the Earth.

Our walk dirties the earthly paradise and more if our feet are those of poverty. We have to pay for our dishonorable presence in this world that only belongs to God. In this way the oldest idea finds its update in contemporary neoliberalism: it is not efficiency, nor private interest, it is the “religious” belief by which humanity, the poor, must pay to possess of a world they get dirty. And it doesn’t belong to them.

In this strict environment, with such a totalizing logic, sitting on a street with a banner is already a revolutionary act, it is the positive part of a “so” dominant logic: anything outside of it is intolerable and therefore harmful.

But consumption is desire, these packaged desires must have a history and training parallel to capitalism itself. We are Taught to desire?

This desire has an uncomfortable relative: deprivation. The inaugural deprivation of capitalism, works in constant signs through the system of continuous protection of property and merchandise. As a vivid warning that threatens every corner. The memory of deprivation (the privatization and alienation of all reality and its objects carried out by modernity) may be the trigger for the excitement of the act of consumption and not so much the desire for possession. There is nothing as desirable as what we are denied by system. In short, the sublimation of the fear of being punished. Release of a atavistic debt and punishment, a relief in the form of industrial commodity.

If this were so, the desire to consume would be both a reactive and affirmative impulse. It would affirm the state of things and deny it, by wanting to end the initial deprivation and confirm its validity in the act of consuming.

La dualidad cartesiana

Junto al método empirista de la judicatura (de los filósofos jueces), la dualidad cartesiana es el origen de la ciencia moderna. Descartes diferenció en su pensamiento entre una res cogitans, algo así como una sustancia pensante (sus propios pensamientos) y una res extensa, que sería todo el mundo natural (y nuestro propio cuerpo) menos aquella parte divina que ubicó en la glándula pineal, y que resultaba en el último refugio que encontró contra la Iglesia y contra el propio absurdo del conocimiento.

Esta diferencia era imprescindible para cumplir su proyecto de reducción del ser a un mundo geométrico, material y de funcionamiento mecánico. Todo podía y debía explicarse, a partir de entonces, como eventos mecánicos que sucedían en un espacio geométrico.

El deseo de que la completa realidad se “adapte” a este esquema ha sido una constante desde entonces. La res extensa tenía ante sí un futuro muy prometedor, un horizonte de triunfos y logros envidiables.

Pero entonces, ¿Qué fue de la res cogitans? ¿Dónde acabó?

¿En qué se puede convertir lo insustancial, lo accidental e inconexo, aquello que no guarda relación directa con la verdad?

La res cogitans se fue convirtiendo en una curiosidad, casi en una antigualla; en la cual, pasando el tiempo, poder atribuir sentimientos, desvaríos, poesías románticas y un largo etcétera de pseudo-realidad.

La modernidad genera este espacio de res cogitans donde ubicar la locura, el subconsciente, el arte no académico, no realista, la fantasía, la alucinación. ¡Qué lugar tan apropiado para lanzar toda la parte de nosotros mismos que sobraba a una nueva episteme moderna!

No voy a entrar en la adecuación de las ideas con la realidad, problema propio de esta época y que planteaba ya la disposición en la cual las piezas de la racionalidad se iban a disponer a partir de entonces.

Nuestros “pensamientos” se convirtieron solo en eso: “pensamientos”, sin relación con el todo, con el ser, ni con la realidad. Reducción a la fantasía de una enorme parte de nuestra propia realidad, y la imposibilidad de unificar nuestra existencia, vivida en una situación de ruptura y violencia con nosotros mismos.

¿Podemos reunificar? La recuperación podría ser un camino de anamnesis, aprender de nuevo y des-aprender, un desprendimiento de siglos. También un descubrimiento, un avance si se quiere, que nos permita unificarnos con todo lo que es y somos y comenzar a trabajar con él, sin constricciones.

No se trata, por otro lado de reeditar, un idealismo, sino de buscar la necesaria unificación de los universos que han sido separados por el pensamiento moderno, una ruptura, un quiebre, un vacío y una abismo abierto ante nosotros, que nos aísla aún más, y nos entrega a una soledad masificada y a una compañía irreal y alienada.

Si lo que tenemos dentro no tiene apenas valor, hemos de buscar fuera, probablemente comprar verdades cocinadas para nosotros. A nuestro gusto o disgusto. Debemos aceptar una explicación del mundo exterior aunque no coincida con nuestra interioridad, ya que esta ya no tiene ningún valor.

Negar la posibilidad del acceso a la cosa en sí, no solo una cuestión central para una teoría del conocimiento, es sobre todo una cuestión política: ya no podemos conocer lo que debemos hacer, debemos permanecer en una posición de impotencia forzada, de pasividad, de negatividad y privación para con el mundo. El hiato entre lo posible y lo real se hace insalvable.

El Estado tiene un subconsciente

El estado tiene un subconsciente: por debajo de la Razón de Estado, la legalidad y la claridad, bulle un “subconsciente” de miedos y terrores. El Estado siente miedo a su no supervivencia, a su aniquilación. Miedos que le impulsan a la violencia, a la utilización de todos los medios y seres bajo su administración a servir al logro de su propia pervivencia.

Pero un momento, hablar de subconsciente para un ente como el Estado gubernamental, puede resultar inapropiado, o parecer una ocurrencia gratuita. No obstante, siendo fieles a un desarrollo interno de la historia de las ideas es más probable que el “subconsciente” aplicado a los seres humanos sea posterior, y que la idea de albergar oscuras e incontrolables impulsos, proceda más bien de una mala conciencia de la propia Razón de Estado llevada luego a la “psicología” de los individuos particulares.

Si los individuos modernos somos solo pequeñas Razones de Estado andantes, esta intuición cobraría pleno sentido. De este modo la subjetividad moderna sería la atomización, de millones de pequeños Estados repartidos en súbditos, o dicho de otra manera: cada súbdito devino en individuo incorporando en sí la Razón de Estado.

El miedo de los Estados a su propia descomposición como poder histórico y contingente podría, de este modo, haber sido trasladado a cada uno de sus súbditos y administrados a los que se les carga con oscuridades que no dejan de ser un peligro para el propio Estado.

El subconsciente es aquello que no está “claro”, iluminado, racional en definitiva Ilustrado. Aquello que probablemente no nos permitirá cumplir la ley y a la larga pondrá en peligro al propio Estado.

Debajo de la claridad y de la razón, de la legalidad y la racionalidad está la visión insomne del Estado sobre su propia destrucción. Hay una “sotanidad” en la razón al igual que había una soterrada locura en muchos monarcas absolutistas.

Andando el tiempo, cada ciudadano tendrá a su cuidado su propio pozo de irracionalidad y de peligro para el propio Estado y para sí mismo. Quizás es desde aquí, desde donde podemos escuchar con sentido el grito delirante de las criaturas románticas y el abismo infinito en el que se mira el XIX.

Murcia, xenofobia y una escuela

El constante retorno de lo reprimido

Se define la xenofobia como una idea únicamente relacionada con el temor al extraño o diferente, al extranjero. Pero es obvio que tal definición no se cumple. No es suficiente la existencia de extraños o extranjeros para que surja. Pensemos en los miles de europeos que pueblan las costas del mediterráneo.

Necesita para aparecer de un contexto, de una estructura, de posiciones y significados para aquellos en los que surja.

En un sentido inconsciente el rechazo al inmigrante es un rechazo a aquella parte de nosotros que rememora muestro subconsciente económico-cultural estructural. Aquel en el cual no queremos reconocernos, pero reaparece sin cesar.

El sector agrario, en su evolución actual habría que llamarlo agroalimentario, supone al menos el 21% de la economía de la Región de Murcia. Es decir es una auténtica “infraestructura” económica de la Región. Una infraestructura que los murcianos rechazamos como fase económica y social atrasada, en la cual no nos reconocemos, pero sabemos de su fundamental importancia.

El trabajador/a inmigrante es el mas explotado y encarna esa fase anterior del proceso productivo del cual nos queremos alejar, y como consecuencia se genera una ideología cultural que le denigra y que luego vuelve de nuevo convertida en razón que justifica y facilita su explotación.

El trabajador inmigrante mal pagado es la infraestructura económica oculta que sostiene la Región. Es nuestro “otro” por que es lo que nosotros hemos sido y en cierto sentido somos pero hemos reprimido como forma social y de trabajo. Pero que un sistema económico injusto necesita para su reproducción.

Lo reprimido como fase productiva no-superada vuelve en forma de inmigrante.

La “castellanidad” incompleta

Murcia es una sociedad con sentimiento de inferioridad, acomplejada y avergonzada se sí misma. Su agraridad reciente y actual, su incompleta y siempre deficiente “castellanización” y la ausencia de una autoconciencia fuerte la relegan a un cierto grado de autoestigmatización.

Las clases dominantes murcianas evitan cualquier rasgo de murcianización para si mismas. Aquí el racismo lingüístico es palpable como distinción de clase social. Y muy a menudo directamente desprecian “lo murciano” como deformación inculta de una castellanidad que debiera ser el referente.

Estas clases dominantes de Murcia son herederas directas o indirectas de cuadros de mando del Estado central español. Con una conciencia que se podría definir con cierta exageración como cuasi-colonial administran un territorio con una población que no encaja con su ideal castellano y al que por lo tanto desprecian.

Las élites políticas regionales (particularmente de derechas), practican un murcianismo de “postizas y trajes regionales” precisamente para tratar de llenar el vacío que existe entre el poder y la gente común murciana que no es para nada ajena a este distanciamiento histórico.

La ironía es que los murcianos valoramos mucho mas a la nación española de lo que ella hace con nosotros.

Un centro de enseñanza para inmigrantes

Donde se unen estos sinuosos caminos podemos encontrar el colegio al cual llevo a mi hija, con un número muy bajo de niños, por el simple hecho de que a él acuden hijos de inmigrantes. Si bien es cierto que el neoliberalismo ha convertido la educación en una mercancía, y la ha sometido a toda una lógica del fetiche que se carga de todos nuestros deseos y aspiraciones más profundos.

Y mas egoístas, por que no decirlo. De forma falaz y superficial, una escuela tiene que adecuarse a deseos y expectativas que “superen” y “cumplan” la salida de nuestro complejo histórico-social de ser simplemente agricultores y la auto culpabilidad de no ser lo suficientemente castellanos.

Por que ambas cosas nos atan irremisiblemente a la inferioridad social. Por eso nuestros hijos no pueden compartir colegio con niños de padres y madres inmigrantes. La sociedad como un conjunto posee todas las respuestas, pero estas están divididas en tantos fragmentos como grupos fragmentarios forman dicha sociedad.

Pensador y campesino

El tiempo como consumación de la esencialidad

El tiempo podría ser exclusivamente la consumación de la esencialidad de la realidad. Es decir, la realidad cumple su propia esencia, a la cual tendríamos que esperar a su completa consumación para poder captar del todo, y esa transformación esencialista sería nuestra percepción del tiempo, donde el movimiento sería un tipo de cambio ilusorio, creado por nuestra posición en el propio proceso de la esencialidad.

Consumar la esencia es desenvolver todas las formas y realizaciones infinitas que el ser posee en sí.

Desde esta perspectiva tanto el tiempo como el espacio son en cierto modo ilusorios y los cambios no tendrían que ver con la espacialidad, ya que todo espacio geométrico sería un simple “momentum” de la esencialidad y no sería la clave explicativa de cualquier evento.

¿Cómo se podría construir una ciencia sin geometría, tiempo y en cierto modo causalidad?

De este modo unos dados lanzados numerosas veces serían un caso ilusorio de azar y de movimiento azaroso.

En algún momento he llegado a considerar que el azar sería otra forma de determinismo en el cual el resultado “siempre” sería incierto. Es decir un caso dado el cual siempre estaría “determinado” a tener un resultado “incierto”.

De lo dicho se puede seguir que el indeterminismo sería la consecuencia del tratamiento mecanicista de la naturaleza/realidad y que esta también podría concebirse, como hipótesis, como “voluntarista”.

El cumplimiento de la propia esencia, en su devenir, es nuestro aparente “tiempo”. Por lo tanto ¿el movimiento y el espacio son ficciones?

Pero en cierto modo ¿No estaría la esencia ya consumada? ¿Cómo podemos contemplar ese espectáculo? ¿Qué necesidad alberga el “ser” de tener que desenvolverse? ¿Por qué no está ya macizo y acabado? ¿O lo está realmente? ¿Es en el fondo un milagro pertenecer a esa faceta del ser que puede percibir su desenvolvimiento?

Pertenecemos a esa parte del ser que puede presenciar por esencia el devenir, esto se ha considerado a menudo como una imperfección, pero seguramente constituya una de nuestras mayores perfecciones y capacidades.

Los seres vivos somos, por tanto, testigos y partícipes de la danza del desenvolvimiento de la esencia.

Vivir en el infierno

Vivir en el infierno es no ser una entidad completa y placentera, es vivir en la inestabilidad de esperar unirte a otras unidades o entidades.

De perderse en la otredad, o bien, en una indeterminación donde nunca se conciba el orden; donde nuestra íntima voluntad nunca sea señora de la ordenación de los conceptos.

El demonio es la metáfora de la ruptura de la transparencia de nuestro ser. La telaraña del caos, de una indeterminación que priva a nuestra voluntad del autodominio de su energía.

Vivir en mil cosas sin centro, ni orden, ni capacidad de interrelacionalidad. El “Yo” puede no tener una única y exclusiva disposición, pero necesita reconocerse en su infinita variabilidad. Necesita de la transparencia para poder jugar.

Los otros. Es la desazón de ser atacado por lo externo y el deseo secreto de unirte y disolverte en lo otro: no poder ser un yo en equilibrio.

Y aunque un yo auténtico está unido con el todo, el infierno es la separación de la unidad por otros seres humanos: “ser otros” de forma violentada. La violentación de nuestra unidad. Los diablos y demonios “encarnan” de modo metafórico o real tal personalización.

Vivir en el infierno es sentir límites infranqueables en el propio interior de uno mismo. O bien la dolorosa ruptura de nuestras potencias. Hasta cuando soñamos generamos una proyección de exterioridad y otra de interioridad y unidad.